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Se prevé que la población mundial aumentará en los próximos 50 años alrededor de un 50 por ciento, hasta alcanzar unos 9 300 millones de personas, y que se estabilizará en aproximadamente 10 000 millones hacia finales del siglo XXI. En muchos países, debido a la emigración del campo a las ciudades, la población rural ha dejado ya de crecer y se prevé que en una fecha tan próxima como 2006 la población rural será igual que la urbana, a escala mundial. Sobre todo en las regiones y países donde están disminuyendo las tasas de crecimiento demográfico, cabe esperar que se produzca un aumento de los ingresos per cápita, que irá asociado a una disminución progresiva del número de personas afectadas por la pobreza extrema. No obstante, aunque en muchos países de África y en algunas partes de Asia meridional disminuirá la proporción de personas afectadas por la pobreza, se prevé que el número total de afectados aumentará, al menos hasta el 2030, si continúa la tendencia actual.
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Estos cambios se producirán en el contexto de una mayor interdependencia entre los países, debido a los adelantos tecnológicos sin precedentes que están produciéndose en los sistemas de comunicación y transporte, así como al rápido crecimiento de las transacciones internacionales. Esto implica que es cada vez más probable que las políticas de un país afecten a otros países, de modo que se hace necesario conocer mejor la naturaleza de dicha interdependencia, sobre todo en el sector de la alimentación y la agricultura.
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El hecho de que el primero de los ODM requiera erradicar la pobreza extrema y el hambre reviste una importancia enorme para la FAO, ya que cada vez hay mayor conciencia de que el hambre es tanto una causa como un efecto de la pobreza. En numerosos países en desarrollo en los que una gran proporción de la población continúa sufriendo subnutrición crónica, la reducción de la incidencia del hambre acelerará el crecimiento económico y mejorará las posibilidades de reducción de la pobreza.
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La erradicación del hambre, meta jamás alcanzada por la humanidad en toda su historia y que está entre los objetivos fundamentales de la FAO, puede, sin duda, lograrse plenamente en este siglo. No obstante, no se alcanzará si todo sigue igual que hasta ahora. Para erradicar el hambre es preciso adoptar medidas de gran alcance cuidadosamente ponderadas y concertadas, dirigidas por los gobiernos pero con la participación plena del conjunto de la sociedad. Se logrará reducir el número de personas afectadas por el hambre más rápidamente en los países que adopten políticas que garanticen una distribución más equitativa de los beneficios del crecimiento económico. En los países en los que los hogares con inseguridad alimentaria se concentran en las zonas rurales, la solución dependerá en gran medida del crecimiento de los ingresos de los pequeños agricultores y del fomento del desarrollo no ligado a la agricultura. Sin embargo, en este contexto el objetivo no debería ser el fomento de grandes avances tecnológicos adoptados por relativamente pocos productores sino, al menos en un primer momento, la creación de condiciones para que millones de personas de zonas rurales afectadas por la pobreza adopten mejoras bastante sencillas que están a su alcance y que producen efectos positivos inmediatos en sus medios de subsistencia y su estado nutricional. Esto concuerda con las ideas de los fundadores de la FAO, quienes señalaron que «la aritmética del progreso es como la de la comercialización en masa: un pequeño beneficio por cliente multiplicado por un número suficiente de clientes genera un gran beneficio total».
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El avance hacia la erradicación del hambre se acelerará mediante la creación de redes de seguridad social que garanticen la disponibilidad de alimentos suficientes tanto en los hogares que no pueden normalmente producir ni comprar la cantidad necesaria de alimentos como en los que disponen normalmente de alimentos suficientes pero se ven afectados por el hambre en situaciones de crisis, de modo que no se vean obligados a deshacerse de sus escasas propiedades en situaciones de ese tipo. Es probable que aumente la importancia de estas redes de seguridad en los países en los que la pobreza y la inseguridad alimentaria se concentran en los núcleos urbanos. Pueden adoptar diferentes formas, pero deben diseñarse de modo que no induzcan dependencia ni distorsionen el mercado y que la selección de beneficiarios se realice de forma cuidadosa, para que la mayoría de los recursos se destine a las personas que más los necesitan y que los costos se mantengan bajo control.
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La erradicación del hambre y, por consiguiente, la creación de condiciones para la participación de las personas más pobres en la economía, no es un gasto social sino más bien una inversión que ningún país que aspire a tener tasas altas de crecimiento sostenible puede dejar de realizar. Cada vez más países, ricos y pobres, reconocen que la erradicación del hambre de todo el mundo no es sólo un objetivo basado en los derechos humanos sino que también redunda en su propio beneficio, ya que generará un mundo más próspero y seguro. Los fundadores de la FAO consideraban que la Organización surgió de dos necesidades interdependientes, a saber, lograr la paz y liberarse de la privación: «vencer en la lucha contra el hambre y satisfacer las necesidades ordinarias de las personas para llevar una vida decente y digna» debe continuar siendo el primer objetivo de la Organización.
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Por fortuna para la mayor parte de la humanidad, la demanda mundial de alimentos y de productos forestales ha sido satisfecha durante el período de existencia de la FAO, pero los costos ambientales y sociales han sido inmensos y, en muchos casos, no han sido contabilizados ni pagados. Este hecho reviste particular importancia para la agricultura, la silvicultura y la pesca dada la gran dependencia de estas actividades del uso de los recursos naturales y del trabajo de muchos de los grupos de población más vulnerables del mundo.
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Así, inmensas extensiones de bosques primarios se han sometido a talas destructivas, se han arado o se han convertido en pastos de baja intensidad, reduciendo su diversidad biológica y cultural, y destruyendo el hábitat de la población autóctona. Millones de hectáreas de tierras antaño fértiles se han puesto en regadío pero sin realizar las inversiones necesarias en sistemas de drenaje, de modo que se han salinizado y vuelto improductivas. En muchos países existe un problema grave de sequía y en otros los recursos hídricos, tanto superficiales como subterráneos, están cada vez más contaminados por plaguicidas y por nitratos provenientes de los fertilizantes. Paradójicamente, los éxitos logrados por los fitomejoradores y los mejoradores del ganado en la selección de cultivos y animales más productivos están contribuyendo al deterioro de la biodiversidad agrícola, reduciendo la gama de variedades y razas con las que contarán los programas de mejora en el futuro. La pesca excesiva ha mermado las poblaciones de peces marinos. Las emisiones de metano generadas en arrozales anegados y en sistemas de cría intensiva de ganado están contribuyendo al cambio climático.
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Otra de las consecuencias significativas del rápido crecimiento experimentado por la producción agrícola y ganadera ha sido una caída prolongada y pronunciada de los precios de los productos básicos. Las consiguientes reducciones de los precios al por menor benefician a numerosos consumidores de bajo poder adquisitivo pero, al mismo tiempo, este descenso prolongado de los precios ha mermado los ingresos de los productores, sobre todo en los países en desarrollo, que, por motivos estructurales e institucionales, no han sido capaces de reducir proporcionalmente los costos de producción. En un mercado mundializado, el agricultor que cultiva una hectárea de terreno con la azada compite directamente con el agricultor que aplica sistemas de producción de gran densidad de capital y que cultiva cientos de hectáreas sin ayuda de nadie, empleando sistemas de producción mecanizados, y se beneficia con frecuencia de subsidios y de otras medidas que distorsionan los precios. De forma similar, el intento de algunos países de proteger a sus productores de los avatares del mercado mundial, tales como los descensos prolongados de los precios y la inestabilidad del mercado, dificulta la situación de los países y productores que no pueden permitirse la aplicación de tales políticas. Las consiguientes presiones económicas y sociales producen efectos devastadores en muchas sociedades rurales. Asimismo, la creciente interdependencia implica que muchos de los recursos compartidos pueden someterse a sobreexplotación en aras de un crecimiento más rápido, si no se gestionan aplicando prácticas acordadas por los países interesados. Este es el caso de muchos de los recursos que revisten una gran importancia para la alimentación y la agricultura, incluidos los recursos hídricos, marinos, forestales y ambientales, y el clima.
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Estas cuestiones son fundamentales para la conservación a largo plazo de los frágiles ecosistemas de la Tierra y para las condiciones de vida, sobre todo de la población autóctona de las zonas rurales y, por consiguiente, para el bienestar futuro de la humanidad, como ya reconocieron los fundadores de la FAO. A fin de abordar estos problemas es precisa la colaboración con otras organizaciones del sistema de las Naciones Unidas, con centros de investigación internacionales y con el sector privado para concebir sistemas de producción, elaboración y distribución que sean verdaderamente sostenibles, en el sentido de que permitan satisfacer las necesidades de la población mundial sin dañar ni consumir los recursos naturales de la Tierra, acelerar el cambio climático o empobrecer a las sociedades rurales, tanto en términos culturales como económicos.