M. Colchester
Marcas Colchester es Director del Programa para las Poblaciones Forestales del Movimiento Mundial de Defensa de los Bosques Higrofíticos, Chadlington, Reino Unido.
Los intentos de que participen las comunidades locales en la ordenación de las zonas protegidas suelen fracasar cuando están iniciados y dirigidos por personas de fuera. En el presente artículo se examinan algunas de las cuestiones básicas relacionadas con las poblaciones indígenas y la conservación de los recursos naturales.
El concepto occidental del lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza sirve de fundamento a la premisa de la conservación de las zonas silvestres y los obstáculos con que se enfrentan actualmente los habitantes indígenas. Las ideas ecologistas impuestas han dado lugar a asentamientos forzados, al empobrecimiento y abuso de los derechos humanos, así como a la ruptura con los sistemas tradicionales de ordenación de recursos. Las organizaciones ecologistas están adoptando nuevas políticas para actuar en colaboración con las poblaciones indígenas, pero al mismo tiempo la conservación y ordenación del medio ambiente mundial realizada de arriba hacia abajo por grandes organizaciones que se ocupan de desarrollo amenaza con invertir este progreso. Los ecologistas tendrán que establecer nuevos sistemas de rendición de cuentas para asegurar que se respeten los derechos y necesidades de las poblaciones indígenas.
CONSERVACION CLASICA
Las raíces de la conservación de la naturaleza están muy arraigadas en la opinión histórica sobre el lugar que ocupa el ser humano en la naturaleza. Sin embargo, si bien en los últimos años se ha producido una creciente aceptación del valor de los sistemas de conocimiento indígenas, en cuanto facilitan medios eficaces de regulación de la interacción humana con el medio ambiente, existe un control mucho menor sobre el grado de adaptación de los conceptos científicos de conservación que se han adaptado a las tradiciones culturales occidentales y a la economía política.
El concepto occidental de conservación se basa en una separación conceptual muy antigua entre hombre y naturaleza, entre civilización y estado salvaje. Se suponía que la naturaleza era morada de salvajes y malos espíritus y había que domarla o reservarla para conquistas temporales y simbólicas como, por ejemplo, la de los cazadores principescos que se dedicaban al deporte. Según la lógica de la conservación científica, que surgió dentro de estas tradiciones culturales, la conservación de la naturaleza se consigue sobre todo separando al hombre de ella y por lo tanto creando zonas silvestres despobladas (Colchester, 1994).
Este concepto es ajeno a muchos pueblos indígenas. Por ejemplo, Ruby Dunstan, del pueblo pamux Nl'aka del valle de Stein en Alberta, Canadá, cuya población ha luchado por evitar la explotación de sus tierras ancestrales, ha señalado: «Nunca pensé en el valle de Stein como en una tierra salvaje. Mi padre solía decir que era «nuestra despensa». Conocemos todas sus plantas y animales y sabemos cuándo hay que recogerlas y cuándo hay que cazarlos. Lo sabíamos porque aprendíamos cada día. Es como si estuviéramos podando cada día... Sin embargo, algunos de los ecologistas blancos parecían pensar que, si un terreno se declaraba zona silvestre, no había que permitir a nadie entrar en él porque era muy frágil. Y así, han colocado una barrera en torno a él o tal vez en torno a ellos mismos» (Usher, inédito).
La opinión de los ecologistas sobre la naturaleza ha tenido por lo tanto graves consecuencias para las poblaciones indígenas. De hecho, el primer parque nacional creado en el mundo en Yellowstone en 1872, supuso la expulsión de los indios shoshone que habitaban en él. La expulsión provocó violentos conflictos entre las autoridades del parque y los shoshone. En 1877 se mataron 300 personas en conflictos, y nueve años más tarde, la administración del parque pasó a manos del ejército de los Estados Unidos (Kemf, 1993). La idea de que los parques nacionales son zonas donde se excluye la presencia del ser humano fue seguidamente avalada por la ley. Según la Ley sobre Zonas Silvestres de los Estados Unidos de 1964, las regiones naturales son lugares que el ser humano puede visitar pero en los que no puede permanecer (GómezPompa y Kaus, 1992).
El concepto de parque nacional se extendió por todo el mundo y con él la idea de que, para ser conservada, la naturaleza debe ser protegida de «interferencias» humanas. En los años setenta, esta visión de ordenación de zonas protegidas ha pasado a dominar el movimiento ecologista, sobre todo cuando se aplicaba al tercer mundo. Según la Unión Mundial para la Naturaleza (UICN), un parque nacional debe definirse estrictamente como una gran zona:
· donde hay uno o varios ecosistemas no alterados materialmente por la explotación y ocupación humanas, donde las especies vegetales y animales, y los lugares y hábitat geomorfológicos tienen un interés especial, científico, educativo y recreativo o contiene paisajes naturales de gran belleza;· donde la autoridad competente más alta del país ha adoptado medidas para evitar o eliminar lo antes posible la explotación u ocupación de toda la zona y para reforzar eficazmente el aspecto ecológico, geomorfológico o estético que ha dado lugar a su creación como tal parque natural (West, 1.991).
Bernard Grzimek, que dirigió la campaña para la conservación de la flora y fauna silvestres de las llanuras de Serengeti, aducía la siguiente razón para excluir de ellas al ganado vacuno de los masai: «Un parque nacional debe seguir siendo primordialmente una zona silvestre despoblada para ser efectiva. Ningún hombre, ni siquiera los nativos, deben vivir dentro de sus fronteras» (Adams y McShane, 1992).
PROBLEMAS QUE SE PLANTEAN A LA POBLACION
Las ideas occidentales sobre la conservación de las zonas naturales no solamente están en contradicción con muchas opiniones de poblaciones indígenas sobre la naturaleza, sino que también niegan la realidad. En América Latina, el 86 par ciento de las zonas protegidas están de hecho habitadas (Kemf, 1993; Amend y Amend, 1992). En la India, el 69 por ciento de las zonas protegidas están habitadas (Kothari et al., 1995). En todo el mundo, según la UICN, la cifra es de un 70 por ciento aproximadamente (Dixon y Sherrnan, 1991). Una gran mayoría de estos habitantes son indígenas. Por ejemplo, en un 80 par ciento de las zonas protegidas de América del Sur viven pueblos indígenas. En América Central, la cifra es del 85 por ciento (Alcorn, 1994).
Según el derecho internacional (por ejemplo, los Convenios de la Organización Internacional del Trabajo 107 y 169), las poblaciones indígenas tienen derechos claramente reconocidos, a saber: la posesión común de sus tierras ancestrales; la ordenación de recursos naturales de sus territorios; el ejercicio de sus leyes consuetudinarias; el representarse a sí mismos a través de sus propias instituciones. No pueden ser expulsados de sus tierras salvo en circunstancias muy excepcionales, en las que deberán ser compensados con otras tierras por las tierras perdidas. Recientemente, se está tendiendo a reconocer nuevos derechos: la autodeterminación, la propiedad y control de sus territorios y sus sistemas tradicionales de conocimiento (véase el recuadro).
Estos derechos han sido constantemente olvidados y violados por los programas de conservación de la naturaleza establecidos y aplicados por los gobiernos. Se ignoran o niegan los derechos a la tierra. Los asentamientos forzosos han estado muy extendidos y continúan causando grandes daños, trastornos sociales y per turbaciones culturales (Colchester, 1994). Solamente en la India, a causa de las zonas protegidas han sido desplazados ya unos 600000 componentes de tribus y habitantes de bosques. No obstante, el Ministerio de Medio Ambiente y Bosques se propone establecer unos 650 santuarios naturales y 150 parques nacionales más en los próximos años, volviendo a desplazar otra vez a la población (PRIA, 1993).
Muchas otras comunidades que han sido reasentadas han visto en realidad disminuir o limitar sus derechos de acceso a los recursos. A voces, la suspensión de actividades humanas ha causado problemas ambientales no intencionales como, por ejemplo, cuando la supresión de animales domésticos de ramoneo y pastoreo ha provocado cambios en el hábitat, amenazando así la supervivencia de las especies silvestres (Adams y McShane, 1992; Monbiot, 1994; Kothari et al., 1995). Además, el reasentamiento forzado o la concentración de poblaciones humanas fuera de las zonas protegidas puede provocar una presión demasiado intensa sobre el medio ambiente, socavando las instituciones sociales y los sistemas habituales de ordenación de recursos que en otros tiempos regulaban el aprovechamiento de la tierra. Los parques pueden convertirse en islas rodeadas de los hábitats devastados o degradados y, desprovistos de protección eficaz por las poblaciones residentes, pueden llegar a sucumbir a las presiones externas de las industrias extractivas y de las comunidades empobrecidas (Adams y McShane, 1992; Alcorn, 1993; Roy y Jackson, 1993).
LA POLITÍCA DE LOS PARQUES
Los ecologistas se han resistido a admitir el carácter político de sus intervenciones: que lo que están de hecho defendiendo es la imposición de controles estatales sobre las estructuras políticas indígenas. Como las medidas de conservación de la naturaleza se basan muy a menudo en una política introducida, ya sea por personas ajenas a la región que por extranjeros en el país, recurren al gobierno para buscar su legitimación y autoridad (Reid y Miller, 1989). Los ecologistas tratan de introducir cambios reales sobre el terreno modificando la situación jurídica de la tierra y obligando a la población local a alterar sus actividades económicas imponiendo la autoridad del estado.
Proyecto de Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Poblaciones Indígenas El Grupo de Trabajo de las Naciones Unidas sobre Poblaciones Indígenas ha comenzado en 1982 los trabajos preliminares para la preparación del Proyecto de Declaración de las. Naciones Unidas sobre los Derechos de las Poblaciones Indígenas. Después de 13 años de trabajo, el Grupo de Trabajo aprobó. en su reunión de 1994, el proyecto y lo presentó a la Subcomisión sobre la prevención de la discriminación y protección de las minorías. Durante su 51 reunión de primavera de 1995, la Subcomisión aprobó el proyecto y lo presentó a la Comisión de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, donde se encuentra actualmente. Durante su 51a reunión de 1995, la Comisión sobre los Derechos Humanos aprobó también la formación de un Grupo de Trabajos (intersesional) para que estudiara el proyecto de Declaración de Derechos de las Poblaciones Indígenas. Este Grupo de Trabajo se reunió por primera vez en noviembre de 1995, en Ginebra, Suiza, por dos semanas. La próxima reunión está programada para noviembre de 1996. Una vez aprobado por la Comisión sobre los Derechos Humanos, el proyecto deberá pasar al Consejo Económico y Social y de ahí a la Asamblea de las Naciones Unidas. Una vez aprobado, la Asemblea General deberá establecer normas internacionales sobre los derechos de las poblaciones indígenas que tengan validez en el mundo entero. |
Por ejemplo, la ley por la que se establece el Sistema Nacional Integrado de Zonas Protegidas en Filipinas, si bien afirma que su objetivo, en cuanto a la ordenación de recursos naturales, es proteger el terreno ancestral y los derechos consuetudinarios dentro de zonas protegidas, lo que intenta en realidad es colocar las zonas protegidas bajo una gestión, un control y un estudio estrechos, de forma que los expertos puedan decidir cuándo y cómo pueden las comunidades locales extraer recursos naturales de la zona (DENR, 1992). El resultado de este tipo de manipulación es la erosión de los sistemas locales de adopción de decisiones y la sustitución de las instituciones indígenas por un estado burocrático.(Ferguson, 1994; Hitchcock y Holm, 1993).
El sistema clásico de medidas ecológicas tiende por lo tanto a reforzar las divisiones existentes entre la población local y los gobiernos, aumentando así la alienación y el conflicto en lugar de resolverlos. Las consecuencias ambientales pueden ser graves, ya que la oposición local a las zonas protegidas impuestas se manifiesta a través de «tendencias incendiarias» y del despilfarro de unos recursos que la población local no considera ya propios (Gadgil, 1992; Sherpa, 1993). Los resentimientos creados por esas intervenciones han provocado también violentos conflictos con las autoridades estatales y han creado un terreno fértil para insurrecciones revolucionarias (FurerHaimendorf, 1986; Roy y Jackson, 1993).
El criterio de conservación convencional, que arrebata las tierras al estado, se basa en la suposición de que cada estado-nación, incluidos los estados-nación que han surgido recientemente del colonialismo, tiene la capacidad, la legitimidad interna y la voluntad de gestionar todos los recursos incluidos dentro de sus fronteras. El estado - nación deberá poder controlar el comportamiento de todos los usuarios de los recursos situados dentro de su jurisdicción estatal, cualesquiera sean el origen de la reclamación del estado, la naturaleza de la competencia por esos recursos y el carácter o el origen de la resistencia al control de los recursos por parte del estado (Pelusa, 1992).
El estado puede seguir legitimando graves abusos de los derechos humanos contra los que se resisten al control estatal, en nombre de una ética internacionalmente sancionada de la conservación (Pelusa, 1992). Es dudoso que tal criterio de línea dura para la conservación de la naturaleza alcance sus objetivos a largo plazo. Por lo general. el resultado es intensificar el conflicto social y político que provoca la degradación del medio ambiente y, por último. no consigue alcanzar los objetivos de los intereses internacionales en cuanto a la conservación. No obstante. el estado tal vez no pierda. Aun cuando no se consigan los objetivos de la conservación de la naturaleza. el estado puede reforzar su capacidad para gobernar mediante el uso de la fuerza (Pelusa, 1992).
PRIMEROS INTENTOS DE REALIZAR UNA GESTION CONJUNTA
Los ecologistas no han estado ciegos a estos problemas y, desde hace algún tiempo, está en marcha una investigación para adoptar criterios mejor orientados en los que se tengan en cuenta las necesidades e intereses de las poblaciones locales. En 1975, la UICN aprobó una resolución destinada a mantener y fomentar los métodos tradicionales de vida y a idear medios para que la población indígena pueda colocar sus tierras en las zonas protegidas sin renunciar por ello a la posesión, la utilización, o a los derechos de propiedad. En la misma resolución se desaconsejaba el desplazamiento y se afirmaba que en ningún lugar deberían declararse dichas reservas sin una consulta adecuada. En 1982, la UICN aprobó una nueva resolución en la que se afirmaban los derechos de las sociedades tradicionales a la autodeterminación social, económica, cultural y espiritual y a participar en las decisiones que afecten a la tierra y a los recursos naturales de los que dependen. Si bien en la resolución se evitaba reconocer los derechos de las poblaciones indígenas a la propiedad y control de sus territorios, se abogaba por el establecimiento de acuerdos de gestión conjunta entre las sociedades que se han encargado tradicionalmente de gestionar los recursos y las autoridades de las zonas protegidas.
Por consiguiente, se ha producido una proliferación de experimentos con la gestión conflictiva, las reservas de biosfera. las zonas de protección, el ecodesarrollo y la participación en los beneficios. El objetivo ha sido asegurar que las comunidades locales participen económica y políticamente en la gestión controlada. Las experiencias han sido muy distintas. No obstante, en un estudio realizado por la UICN se llegó a conclusiones decepcionantes. Se descubrió que la mayor parte de estos proyectos participativos han sido iniciados y dirigidos por forasteros. han tenido una corta duración y se han centrado en tecnologías ambiciosas pero comprobadas para obtener mayores beneficios económicos para la población local. Estos proyectos de ecodesarrollo, a pesar de su carácter participativo han perseguido frecuentemente objetivos contradictorios con las aspiraciones de la misma población a la que están tratando de ayudar (Sayer. 1991 ) Han adolecido del defecto de dedicar demasiado poca atención a las limitaciones sociales y políticas, tanto de las comunidades locales como de los organismos de conservación nacionales. Los mejores proyectos de zonas de protección, según el análisis, no han sido los proyectos de ayuda a corto plazo sino las iniciativas adoptadas por grupos de la comunidad local o por gestores de recursos que han tratado de tomar medidas creativas para resolver los problemas cotidianos con los que se enfrentaban (Sayer, 1991).
En un estudio. realizado por el Banco Mundial, sobre 23 zonas protegidas donde se habían intentado reconciliar los objetivos de desarrollo y de conservación del medio ambiente, se llegó a la conclusión de que resultaba cuestionable que los proyectos hubieran reducido la presión sobre los parques o reservas que estaban intentando proteger. Se demostraba también que los intentos de hacer participar a la población local en este proceso de cambio y desarrollo eran en su mayor parte retóricos y se trataba a la población local como a beneficiarios pasivos (Wells y Brandon. 1992; West y Brechin, 1991 ) Las organizaciones ecológicas se han resistido mucho a reconocer los derechos de las poblaciones indígenas a controlar el proceso de adopción de decisiones. Incluso en aquellos casos en que. como en Australia. se han reconocido los derechos a la tierra de los aborígenes, ha habido una tendencia a tratar a las poblaciones indígenas como colaboradores en la gestión de categoría inferior (Weaver, 1991: Cordell, 1993a y 1993b ).
NUEVAS NORMAS
Para que las iniciativas de conservación tengan éxito en las zonas indígenas, hay que reconocer los derechos de las poblaciones a poseer y controlar sus territorios, a participar en la planificación desde un principio. a que sean reconocidas las instituciones representativas; hay que admitir la evolución de los mecanismos para garantizar la participación de sectores marginales de una manera que no socave los sistemas tradicionales de adopción de decisiones; hay que establecer contratos sin ambigüedades para fijar las obligaciones mutuas, y dar formación intercultural para sensibilizar a todos los participantes (Craven y Craven, 1990; Hannah, 1992; Morrison, 1993; Davey, 1993: Kemf. 1993: Colche-ster, 1994). Se necesita el apoyo de instituciones gubenuamentales, que puedan respetar estos principios, para financiar estas iniciativas y ayudar a proteger las zonas contra las presiones exteriores (Alcorn, 1993; Kothari et al., 1995).
Ya que ninguna de las actuales categorías de zonas protegidas de la UICN incluye dichos principios, se ha sugerido que se creara una nueva categoría. Además, hay muy pocos países que cuentan con una legislación nacional que permita el ejercicio de tales derechos dentro de las zonas protegidas. Si se quieren hacer efectivos estos nuevos principios de gestión de zonas protegidas se deberán efectuar cambios a todos los niveles.
En respuesta a las crecientes manifestaciones de preocupación por parte de las organizaciones populares indígenas sobre las imposiciones de conservación, el Fondo Mundial para la Naturaleza Internacional (WWFI) ha establecido recientemente una nueva política sobre las poblaciones indígenas. La normativa comienza por aceptar los derechos de los indígenas tal como aparecen en la legislación internacional ya existente y en aquella que está surgiendo, incluidos sus derechos a la autodeterminación, a la propiedad y control de sus territorios, a la autoidentificación, y a la propiedad intelectual. Según este proyecto de normativa, el WWFI buscará una asociación con las poblaciones indígenas, por la que éstas se comprometan a conservar la biodiversidad y a aceptar la necesidad de limitar las actividades humanas para alcanzar una utilización sostenible. En la práctica sigue existiendo el dilema de cómo restringir las actividades para que dichos pueblos observen los límites fijados (al mismo tiempo que se permite a la población local cubrir sus necesidades de subsistencia), ya que cualquier gestión eficaz requiere adoptar procedimientos para poner en práctica las reglamentaciones acordadas (Hanna, 1992). Se deberán encontrar los medios para que las instituciones de las poblaciones indígenas puedan aceptar dichos controles, o ejercerlos por sí mismos, y proteger los sistemas eficaces de gestión comunitaria ya existentes (Sherpa, 1993).
Muchas poblaciones indígenas coinciden en la necesidad de establecer dichos límites y observan que, al mismo tiempo que sus economías son modificadas, tanto por factores externos como internos, se necesitan crear nuevas instituciones y normas sobre el uso de los recursos, los beneficios compartidos y las asignaciones de derechos (Ventocilla et al., 1995). Por ejemplo, los inuit de la Cuenca Norte de Alaska han negociado con éxito con la Comisión Ballenera Internacional (CBI) el derecho a limitar el número anual de «picadas» en las ballenas de cabeza arqueada, y han creado su propio órgano regulador, la Comisión Ballenera Esquimal de Alaska (AEWC), que cada estación asigna estos derechos a los patrones de balleneros de las distintas comunidades. La AEWC emplea a biólogos ecologistas como asesores técnicos para ayudar en este proceso y contribuir a la negociación con la CBI para establecer un número científicamente justificable de «picada» cada año. Los ecologistas, científicos sociales, pedagogos, abogados y asesores de desarrollo pueden contar todos con conocimientos pertinentes para ayudar a las comunidades indígenas a alcanzar objetivos similares. Su papel, sin embargo, deberá ser actuar como asesores de los gestores indígenas y no dirigir las empresas locales (Colchester, 1982; Pimbert y Pretty, 1995).
NUEVAS IMPOSICIONES
El hecho de que una parte de la comunidad ecologista se haya dado cuenta de la necesidad de volver a definir las relaciones con las poblaciones indígenas ha llegado en un momento crucial, ya que otros ecologistas están defendiendo al mismo tiempo la necesidad de aumentar la rentabilidad de la biodiversidad, a través del ecoturismo, la extracción maderera, y la venta y bioprospección de productos forestales no madereros (Wells, 1993; Poore, 1989; Plotkin y Famolare, 1992; Counsell y Rice, 1992; Panayotou y Ashton, 1992; Scoones et al., 1992; WWF, 1993). Estas presiones amenazan con negar la prioridad a los derechos de los indígenas a las tierras y exagerar el control sobre los indígenas (Grey, 1991; Corry, 1993). La conservación de la naturaleza en sentido descendiente se está también reforzando por la aparición de nuevas organizaciones internacionales encargadas de gestionar el medio ambiente mundial. El Convenio sobre la Diversidad Biológica, por ejemplo, ha sido criticado por su insistencia en la soberanía de los estados a expensas de los derechos de la comunidad (TWN, 1993).Además, el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (FMAM), que es el actual organismo de financiación y ejecución del Convenio, se ve limitado por su constitución a financiar solamente los costos que superen los beneficios mundiales, y no los beneficios nacionales derivados de los proyectos de conservación. Por definición, las iniciativas de las poblaciones indígenas sólo pueden ser financiadas por el FMAM, si se considera que no hay intereses nacionales que los coloquen en una posición favorable en sus negociaciones con los gobiernos y los encargados del desarrollo (Colchoster, 1994).
El aumento de la financiación mundial para la planificación de las zonas protegidas está provocando una rápida extensión de las que se encuentran en territorios indígenas. Sin embarga, la mayor parte de estas actividades no dedican la debida atención a los derechos de las poblaciones indígenas. En Venezuela, por ejemplo, se ha desarrollado un proyecto de parques nacionales financiado con fondos del Banco Mundial, sin que el personal del mismo aplique siquiera las propias políticas del Banco en cuanto a las poblaciones indígenas (Banco Mundial, 1992). En Uganda, en 1992, se expulsó a 30 000 habitantes de los bosques y colonos campesinos a punta de pistola en virtud de un proyecto financiado por el Banco Mundial, la Comunidad Europea, el Organismo Danés de Desarrollo Internacional y el Organismo Noruego de Desarrollo Internacional, para crear un corredor de tierras naturales entre la reserva forestal de Kibale y el parque nacional Queen Elizabeth, lo que ha provocado un empobrecimiento masivo, incendios, saqueos, sacrificio de ganado y otras series de violaciones de los derechos humanos incluidos los asesinatos (Feeney, 1993).
En la India, Laos, Filipinas y Tailandia, se han criticado recientes proyectos de zonas protegidas financiados con cargo al FMAM por su falta de participación, la negación de los derechos a la tierra de las poblaciones indígenas, la imposición de leyes restrictivas y los reasentamientos obligatorios (Colchoster, 1994; Kothari et al., 1995; NFN, 1995). El Banco Asiático de Desarrollo y el Banco Mundial están concediendo préstamos, reembolsables en divisas, a los países en desarrollo para potenciar sus sistemas de parques nacionales, aumentando así la presión sobre las zonas protegidas para obtener beneficios mediante el ecoturismo y exponer a las poblaciones indígenas a la presencia de «huéspedes no invitados» (Persoon y Hueveling van Beek, en prensa).
Si las organizaciones de desarrollo se comprometen seriamente con los objetivos de la conservación, y quieren responder eficazmente a estas presiones y asegurar que se respeten las necesidades y derechos de las poblaciones indígenas, se deberá idear un nuevo proceso de adopción de decisiones. Es necesario ir más allá de los procesos nominales de consulta y participación y adoptar sistemas que garanticen a la población indígena un papel decisivo en la formulación de políticas sobre la utilización de recursos en las zonas en que viven y de las que dependen. Para alcanzar esto hay que hacer que los organismos de conservación y las burocracias estatales respondan ante las comunidades locales y proporcionen medios accesibles y abiertos para corregir las injusticias que puedan producirse. Esto significa que las organizaciones internacionales deberían trabajar considerando a las poblaciones indígenas como propietarios legítimos de las áreas en cuestión, y sobre todo, proteger legalmente sus derechos consuetudinarios. Además, una vez que estos derechos han sido claramente reconocidos y antes de introducir nuevas leyes que limiten el uso y la ocupación del recurso, las agencias y gobiernos nacionales deben formular acuerdos valederos con las instituciones que representan a las poblaciones indígenas que establezcan las mutuas obligaciones. De esta manera, se puede asegurar una participación real entre las poblaciones indígenas y las agencias exteriores, que sirva de base a soluciones a largo plazo aceptables para los indígenas, que se puedan negociar desde una posición fuerte y segura en vez de ser dependientes e inseguros. Existen suficientes ejemplos prácticos de sistemas de gestión comunitarios que demuestran que pueden ser sostenibles desde el punto de vista del medio ambiente (Agrawal y Narain, 1990; Fay, 1989; Craven y Craven, 1990; Colchester, 1992; IIMAD, 1994). Lo que es menos claro es que las agencias intergubernamentales y multilaterales encuentren el espacio político que les permita adoptar con fuerza este tipo de enfoque.
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