K. H. OEDEKOVEN
KARL H. OEDEKOVEN es Oficial Regional de Montes de la FAO en el Cercano Oriente con sede en El Cairo R.A.U.
Estudio de una región que fue rica en maderas
EL CERCANO ORIENTE no es una expresión geográfica exacta, y en este artículo la utilizamos para referirnos a esa amplia región formada por diversos países con características comunes que termina al oeste, en Libia, la República Arabe Unida y el Sudán y que se extiende al este hasta el Pakistán Occidental.1 Ninguna región del mundo de igual extensión está tan desprovista de montes. Sin embargo, la actual cubierta vegetal es mucho más pobre que el óptimo de vegetación que es posible con arreglo al suelo y al clima. ¿A qué se debe ello? ¿Por qué el Cercano Oriente carece de un patrimonio forestal que en otras regiones representa una gran fuente de riqueza? ¿Ha ocurrido siempre así? Si no ¿qué es lo que produjo el cambio? Estas son las preguntas que, inevitablemente, se hace cualquier viajero por el Cercano Oriente, en especial si se trata de un silvicultor. La Historia puede darnos las respuestas y, además, tal vez nos indique algunas de las maneras en que podría ser orientado el futuro.
1
No puede decirse que el Sáhara y Grecia, ambos incluidos en este artículo, son parto do la región del Cercano Oriente, poro sí comparten con esta región muchas características forestales.
Hay testimonios históricos de que por lo menos una vez y, tal vez, dos veces, gran parte del Sáhara estuvo poblado bajo el Imperio mandinga y sahárico, alrededor de los años 320 a. de J.C. a 680 de la era cristiana y es, por tanto, evidente que durante los tiempos históricos han ocurrido cambios radicales que han perjudicado la flora natural de grandes secciones del Sáhara actual. Sabemos por los datos recogidos durante más de 500 años, que el desierto del Sáhara avanza hacia el sur a razón de un metro al año sobre un amplio frente de 3.000 kilómetros. El lago Chad, hace algunos decenios un refugio ideal para los pájaros migratorios europeos, reduce constantemente su área y su profundidad y el verde de sus orillas se está volviendo pardo.
Según las relaciones de los exploradores del siglo pasado, así como de los de la época romana (Herodoto, Plinio), el hombre ocupaba antes partes considerables de lo que actualmente no es sino un desierto absoluto. Pero aunque algunas autoridades opinan que los escritos de los antiguos historiadores no se aplican sino a las condiciones existentes en su tiempo, las exploraciones más recientes, por ejemplo, la de Duveyrier (1864) en el Sáhara occidental, dan cuenta de una vegetación y unos bosques que, ahora, prácticamente han desaparecido. Esos testimonios prueban que no se puede explicar esa desaparición como debida a una modificación radical del clima (desecación), sino que indican a las claras que el hombre, únicamente, ha sido el responsable.
En 1947, El Haj Mohammed-Ben-Abu-Baker, Emperador de los Songhái, efectuó un peregrinaje de Gao, en lo que es ahora Malí, a La Meca con un acompañamiento de 800 personas y numerosos caballos y asnos, atravesando una región que, en aquel entonces, estaba ocupada por pueblos que vivían en aldeas permanentes, cuyos restos son todavía visibles. Ahora, toda la región es un desierto. Lenta, pero seguramente, el desierto avanza.
La historia del Sudán septentrional, según han revelado las excavaciones de los arqueólogos, muestra que 4.000 años a. de J.C. la zona de Kartum era un pantano tropical donde vivían mangostas acuáticas y ratas de los juncos. Algunos siglos más tarde, cuando floreció el pueblo neolítico de Esch-Shaheinab, abundaban animales forestales, los cuales eran cazados alrededor de Omdurmam, por ejemplo, elefantes, rinocerontes búfalos, jirafas, tragélafos y oribís. En las colinas rocosas, actualmente peladas, de Batn el Hajar, se pueden ver las huellas de grandes rebaños de animales que no podían haber vivido sin bosques. También el distrito de Uadi Halfa debe haber tenido una cubierta vegetal en los días de los cazadores de Abkua y, desde luego, alrededor de 2000 a 1500 años a. de J.C. había pueblos en las orillas del Nilo alrededor de Uadi Halfa que mantenían grandes rebaños de ganado bovino. Por esa época, cuando los egipcios llevaron su frontera hasta Semna, unas 50 millas al sur de Uadi Halfa, construyeron allí tres fortalezas macizas. Dos están en la orilla occidental, y eso sorprende actualmente, porque vive menos gente en esa orilla que en la oriental; sin embargo, los nombres que los egipcios dieron a esos fuertes demuestran claramente que fueron construidos como precaución contra algunas tribus. Ahora, la orilla occidental de Semna es un desierto. Pero en el año 2000 a. de J.C., estaba habitada y es indudable que los pobladores criaban ganado bovino y caprino y que cultivaban la tierra, igual que lo hacen hoy los habitantes del Sudán central.
Entre los años 720 y 660 a. de J.C., existió un grande y famoso reino en el Sudán septentrional, el reino de Kus, que extendió su dominio sobre Egipto e incluso invadió Palestina. Su capital era Napata, cerca de Dongola, pero alrededor del año 500 a. de J.C. la capital fue transferida al sur a la antigua Merowe. Uno de los motivos de este traslado fue que la vegetación alrededor de Napata había sido destruida por las grandes manadas y rebaños. El reino de Merowe floreció hasta, más o menos, el año 15 de nuestra era, pero decayó sin interrupción en los tres siglos siguientes. Finalmente, bastó con una pequeña expedición militar, enviada por su rival en el comercio, Axum de la Abisinia septentrional, para poner término a un reino que había tenido un pasado grande y glorioso. Es evidente que uno de los motivos del derrumbamiento de ese reino fue la escasez de agua a causa de la destrucción de la cubierta vegetal por las cabras. Hoy en día, el distrito de Merowe quizá no sea un desierto en un cien por ciento, pero el dominio de éste es grande. Las excavaciones en las tumbas de Kartum y Esch-Shaheinab muestran que todas las erosiones han ocurrido con posterioridad a la fecha en que fueron erigidas, es decir, alrededor del año 100 a. de J.C. La historia se repite en las cercanías de Omdurmam, Uad Medeni y Sennar; hatos de cabras flacas vagan cada vez más lejos, en busca de árboles y arbustos jóvenes para comer, como tiempo ha debieron hacerlo alrededor de Napata y Merowe. Las personas que han visitado en ocasiones sucesivas Darfur central, han observado un marcado empobrecimiento de la vegetación natural, en un período de sólo 25 años; los matorrales son más ralos, los grandes árboles menos numerosos y, lo que es aún más importante, los pozos tienen menos agua.
Según una serie de indicios, en los tiempos antiguos partes de Egipto estaban cubiertas de bosques naturales. Uno de esos indicios es la madera petrificada que se encuentra casi por todas partes, en la zona cultivada del país, incluso en partes del desierto; otros son los abundantes datos históricos que comprueban que existían bosques y que éstos han desaparecido a causa de la acción del hombre. Muchas inscripciones jeroglíficas, bajorrelieves y piezas arqueológicas nos permiten conjeturar que los antiguos egipcios hacían un gran consumo de madera. No hay que decir que, igual que ocurre hoy, tenían que importar el grueso de las maderas ricas que utilizaban; pero debe haber habido un gran suministro de madera local, especialmente para combustible; sólo en la metalurgia y la cerámica es evidente que se consumieron grandes cantidades de leña. Las excavaciones en Tell-El-Amarna, donde se encontraron el templo y la residencia del faraón Ekhnaton (1377-1358 a. de J.C.), pusieron al descubierto restos de raíces y tallos de 76 especies de árboles y arbustos. Un bajorrelieve en la necrópolis de Sakera muestra a hombres cazando en una espesura llena de pájaros y mamíferos.
De acuerdo con otras informaciones, durante la Edad Media, Egipto podía satisfacer con la producción propia la mayor parte de sus necesidades de madera para la construcción de viviendas y barcos y para la elaboración del carbón de leña utilizado como combustible. Esto duró mientras la agricultura dependía de las inundaciones anuales; sólo cuando hubo un gran incremento de los riegos permanentes se restringió, cada vez más, el desarrollo natural de los árboles y se desarraigaron los bosques para contar con más tierras agrícolas. Para compensar la escasez de madera resultante, se intensificó la corta de árboles en el desierto y en sus uadis. En el desierto oriental y el Sinaí existen todavía muchos uadis que llevan nombres de árboles, aunque prácticamente todos ellos han desaparecido. Se conserva información muy detallada acerca de la manera cómo el Estado protegía los bosques y administraba su aprovechamiento en la Edad Media. En su libro sobre disposiciones administrativas egipcias, Ibn Mamati nos informa que las regiones forestales de Egipto se hallaban en las provincias de Beni-Suef, El Minya, Ashumnein y Qus. Solamente el distrito forestal entre Girga y Asuan abarcaba unas 8.000 hectáreas. Todos los bosques eran propiedad del Estado. Eran cuidados por guardabosques especiales a quienes incumbía la corta y la venta de la madera; toda la madera apta para la construcción de naves era reservada al Estado y parece que el principal propósito de toda la administración forestal era el mantenimiento de la flota y el abastecimiento de madera para los astilleros. La madera de calidad inferior era vendida localmente o en El Cairo. Había un tributo especial que gravaba esas ventas (un dinar por 75 kilogramos de madera), lo cual demuestra que hace más de 700 años Egipto ya conocía ese invento «moderno», un Fondo forestal nacional. También se fiscalizaba estrictamente la venta de semillas de acacia. Era tan severo ese control que incluso cantidades pequeñísimas de semillas puestas a la venta por personas ajenas al gobierno eran confiscadas inmediatamente. En consecuencia, durante los siglos XI y XII, Egipto no sólo poseía bosques de considerable extensión, sino también una administración forestal muy desarrollada, que no se diferenciaba mucho de la que existe hoy en los países europeos.
Se deduce, sin embargo, de ciertos hechos que, hacia las postrimerías de la dinastía de los Ayubitas, se descuidaron los bosques. El emir Fahm ed-Din Osman se queja de que los agricultores consiguen vender los árboles secretamente y de que, en una ocasión, se cortaron no menos de 4.000 árboles del bosque de Qaliub. También Ibn Mamati deplora la destrucción de los bosques:
«El Sultán me ha ordenado que investigue la forma cómo han sido destruidas grandes zonas forestales. Según mis averiguaciones se ha arruinado una zona de más de 5.000 hectáreas.»
Continúa siendo un misterio la manera cómo pudo efectuarse un saqueo de esa naturaleza, en tan poco tiempo, sin que los funcionarios responsables se dieran cuenta.
El agotamiento de las reservas forestales hizo que gradualmente desaparecieran todas las fuentes de abastecimiento de madera en el valle del Nilo, en los bordes de los desiertos y los uadis e, igualmente, a lo largo de la costa del Mediterráneo, que en otro tiempo estuvo provista de una ligera cubierta forestal. Y una vez más no fue el clima el responsable, sino el descuido del hombre.
Durante todo el período romano, que duró hasta mediados del siglo V, de la era cristiana, las regiones costeras de Libia daban sustento a una población dos a tres veces mayor que la actual. Se puede suponer que, en esos tiempos remotos, el clima era prácticamente el mismo que ahora, pero que un sistema muy desarrollado de agricultura estable, a base de un cuidadoso aprovechamiento de los recursos de agua, permitía que esa zona sostuviera una población mayor. La prosperidad de Cirenaica era casi proverbial en las antiguas civilizaciones de Grecia, Roma y Bizancio. Su aceite de oliva y su vino obtenían precios excepcionalmente elevados y eran elogiados por los hombres más exigentes de aquel tiempo. Herodoto escribe que partes de Libia producían trigo y que el rendimiento era tan alto como el de Babilonia: en ciertas condiciones muy favorables, hasta tres veces mayor. Los soldados que atravesaron Cirenaica durante 1940-44 podían con dificultad imaginarse que ese desierto desolado había sido hacía dos milenios una de las tierras agrícolas más ricas del mundo. Está de más decir que esa agricultura floreciente, bajo un clima análogo al actual, fue posible sólo porque contaba con la protección de bosques y árboles, y es significativo que todavía se encuentran, en distintas partes del país, rodales dispersos de viejos cipreses y acacias saháricas. Pero la agricultura estable ha decaído y han ido desapareciendo los bosques a medida que en Libia fue dominada la vida nómada. Durante la Edad Media, a causa de muchas guerras e invasiones, la población se hizo tan escasa que no podía mantener adecuadamente las presas y terraplenes: las murallas de retención fueron rotas por las inundaciones, la buena tierra llevada por el agua y la prosperidad desapareció juntamente con el suelo. Nada quedó de la pasada riqueza, sino ruinas de las antiguas obras de riego.
El Yemen de hoy, una de las pocas regiones del Cercano Oriente en que las precipitaciones pluviales son suficientes y regulares, es sólo un pálido reflejo de lo que una vez fue. Innumerables picachos y cimas todavía muestran los exiguos restos de viejos castillos y fortalezas y en los amplios valles pueden encontrarse trazas de las ricas ciudades del pasado. El Yemen era el límite del mundo conocido en la antigüedad. Después de Babilonia, la Arabia meridional ha sido probablemente asiento de nuestras más antiguas e importantes civilizaciones, aunque todavía desconocemos mucho de su historia. Se sabe, no obstante, que el Yemen fue el centro del fabuloso imperio de los mineos que floreció en Arabia meridional mucho antes que las más viejas dinastías egipcias. Era el país del cual salieron los tres reyes del Oriente que fueron a rendir homenaje al Cristo recién nacido y donde se supone que gobernó la famosa reina de Saba.
Aunque la naturaleza todavía favorece al Yemen, hay fundamentos para presumir, a juzgar por las ruinas de poblados, en regiones ahora abandonadas, y las presas de tierra que sirvieron una vez para depósito del agua de riego, que tanto la vegetación natural como los cultivos artificiales estaban mucho más dispersos en el pasado. Igualmente, la cantidad de madera local encontrada en las antiguas construcciones y las dimensiones de esos restos ponen en evidencia que la flora era más prolífera en siglos pasados.
Esta visión de conjunto se aplica también a otras partes de las montañas de Arabia, particularmente a las provincias de Azir y Hedjaz en Arabia Saudita, en donde todavía quedan extensas zonas forestales, aunque por lo general bastante pauperizadas. En El Hedda, montaña completamente árida, entre Taif y La Meca el autor de este estudio encontró gran cantidad de enebros petrificados que deben haber crecido allí hace algunos miles de años, pues fueron descubiertos a varios metros de profundidad. La misma especie todavía crece en muchos otros lugares análogos, en localidades más remotas de Hedjaz, lo que elimina que pueda explicarse la desaparición del enebro de la montaña El Hedda a causa de las modificaciones del clima. Los agricultores de muchas partes de Hedjaz, con los cuales habló el autor, le confirmaron que la cubierta forestal en los alrededores de sus aldeas ha disminuido notablemente, por lo que ellos mismos recuerdan, debido a la corta y al pastoreo.
Uno de los hechos más notables en la historia de Hadramaut es que ha sido el centro de la producción de incienso, obtenido de árboles del género Boswellia. La primera expedición egipcia a Hadramaut para recoger incienso de que se tiene noticia, ocurrió en el siglo XXVIII a. de J.C., y después de esa fecha el comercio continuó desarrollándose durante más de 3.000 años. Plinio ha descrito con gran detalle el comercio y tráfico de incienso y Estrabón nos habla de «la ruta del incienso». Según Herodoto, en la fiesta de Baal, en el gran altar de su templo en Babilonia, se quemaba todos los años una cantidad de incienso cuyo peso equivalía a mil talentos. También indica que los árabes trajeron a Darío como tributo mil talentos de incienso. Mareo Polo, cuando habla del puerto de Shihr cerca del Ras el Kalb, menciona que las ganancias que un príncipe local obtenía con el incienso ascendían al 800 por ciento. La magnitud, en los tiempos antiguos, del comercio del incienso procedente de Arabia es una indicación segura de que los árboles de incienso deben haber cubierto extensas zonas. Pero paulatinamente, a lo largo de la Edad Media, las guerras tribales ocasionaron la destrucción de la mayor parte de los árboles. Quedan ahora muy pocos en Hadramaut y no es mucha la goma blancuzca que todavía llega hasta la India y la región del Mediterráneo y obtiene precios de hasta 320 dólares la tonelada.
También Punt (costa de Somalia) fue famosa en una época como país del incienso. Se sabe que una expedición marítima en busca de ese producto llegó a la costa de Somalia ya en el tercer milenio a. de J.C., durante el reinado del faraón Pepi II. Pero el más famoso de los viajes a Punt fue el realizado durante el reinado y por orden, de la reina Hatshepsut (1501-1480 a. de J.C.), viaje conmemorado en numerosas escenas de la gran serie de bajorrelieves sobre Punt del templo Der el Bahri en Tebas. Fue una gran sorpresa para los marineros egipcios cuando se acercaron a la costa de Punt: en medio de los árboles de incienso, las chozas de los nativos parecían colmenas colocadas sobre pértigas; unas escalas conducían hasta los agujeros que constituían la entrada. Cuando la expedición regresó, sus embarcaciones estaban cargadas de ébano, incienso y otras mercancías preciosas. Treinta y uno de los árboles de incienso que llevaron en macetas sobrevivieron al viaje de regreso y continuaron desarrollándose en el templo de Tebas. Hoy, las zonas que producen incienso en Somalia son todavía extensas, pero los árboles están confinados a las montañas abruptas e inhóspitas que hacen difícil la recolección; hace tiempo que han sido destruidos los rodales de la costa. También han desaparecido los árboles introducidos en Egipto y sólo quedan los bajorrelieves de Tebas para contar la historia de ese país de maravilla: Punt.
En tiempos antiguos, Chipre estaba cubierta de bosques y era conocida como la «isla verde del Mar Mediterráneo». Esa gran riqueza forestal ha disminuido en el transcurso de los siglos a causa de incendios, desmontes para el cultivo, pastoreo excesivo y cortas sin control, de modo que, en la actualidad, los bosques de Chipre ocupan sólo un 18 por ciento aproximadamente de la superficie total del país. Según el estudio de la isla efectuado en 1881 por Lord Kitchener, había, aparte de los bosques, casi 200.000 hectáreas de tierras más o menos arboladas.
Desde entonces, prácticamente toda esa zona arbolada ha sido desbrozada y en la mayoría de los casos dejada completamente pelada.
Desde el comienzo de su historia, Líbano tuvo el mismo carácter físico que conservó hasta la época romana: una hilera de poblados costeros contra un trasfondo de montañas, cubiertas de espesos montes, donde eran escasos los habitantes. Muchas fuentes primitivas de información describen el país como un «oasis de verdura, con riachuelos corrientes», o como «un vasto bosque cuyas ramas ocultan el cielo». Los egipcios y babilonios emplearon su preciosa madera de cedro para muchos fines; los fenicios debieron su fama a ese árbol, e incluso el auge y decadencia de este pueblo están íntimamente relacionados con él. Ya hace 5.000 años se cortaban árboles de cedro en el Líbano para exportarlos en balsas, especialmente a Egipto. El rey Snefru, el primer rey de la cuarta dinastía, inició un intenso comercio de maderas con los fenicios alrededor del año 2700 a. de J.C.; se emplearon 40 naves para transportar los troncos de cedro necesarios para sus construcciones. Documentos egipcios de los años 2500-2300 a. de J.C. revelan por primera vez que hubo una escasez de madera de cedro, requerida especialmente para momificar los muertos: se inyectaba a los cadáveres aceite de cedro y se empleaba la resina de cedro en las vendas con que eran envueltos.
Uno de los numerosos testimonios de que el cedro es una de las más antiguas especies arbóreas importantes, es un bajorrelieve del templo de Karnak en que se ve a prisioneros de guerra sirios cortando cedros en el Líbano. Se sabe también que el templo de Salomón (963-923 a. de J.C.) fue construido con madera de cedro.
El rey Hiram de Tiro, el viejo puerto fenicio en la costa del Líbano, escribió al rey Salomón: «Cortaremos en el Líbano toda la madera que usted necesite», y Salomón reclutó a 30.000 súbditos suyos para ayudar a los trabajadores de Hiram a cortar los árboles. Una inscripción de Nabonidus, de la época asiro-babilonia posterior, revela que continuaron explotándose los bosques de cedros. En los tiempos del historiador romano Tácito (cerca del año 100 de nuestra era), la cima del Líbano estaba todavía «bajo la sombra de los árboles». El emperador romano Adriano fue el primero que dictó una ley forestal para proteger ciertos árboles (cedros, pinos, abetos) y publicó el texto en inscripciones sobre piedra para que toda la población lo pudiera leer y obedecer. Pero la corta continuó y se encuentran inscripciones sobre rocas que han sobrevivido hasta nuestros días, en lugares completamente pelados y comidos por la erosión.
Todavía en la Edad Media debe haber sido grande la riqueza forestal. El clérigo alemán von Suchem, que estuvo en Tierra Santa de 1336 a 1341, describe el norte del Líbano «como un monte lleno de los árboles más deliciosos». Pero el fácil acceso a esa zona arbolada y la falta de árboles de igual valor en los estados vecinos, atrajeron sobre el Líbano a los invasores y contribuyeron a la desaparición de sus bosques. En los años de 1830 a 1840 del siglo pasado, Mohamed-Alí fue atraído por los árboles del Líbano igual que lo fueron sus predecesores faraónicos de más de 4.000 años antes. La desforestación llegó a su máximo durante la primera guerra mundial, cuando las autoridades otomanas utilizaron despiadadamente las maderas del Líbano para hacer funcionar sus ferrocarriles; se estima que, en los primeros tres años de esa guerra, se privó al Líbano del 60 por ciento de sus árboles. En la segunda guerra mundial, las tierras altas de Akar, todavía arboladas, fueron despojadas de sus bosques para construir el ferrocarril costero. De los famosos y viejos cedros del Líbano, que antes cubrían más de medio millón de hectáreas, sólo quedan en la actualidad algunas pequeñas arboledas.
La corta no selectiva, las quemas, el ramoneo de cabras y ovejas, unidos a procedimientos agrícolas deficientes, han destruido casi por completo los bosques naturales y empobrecido el suelo que los sustentaba. Hoy, en todo el país, que antes tenía abundancia de leche y miel, sólo existen 75.000 hectáreas de bosques dispersos.
Pero el cedro ha sido adoptado como emblema del Estado del Líbano y es de esperar que los esfuerzos que actualmente realiza el gobierno logren restaurar los grandes bosques de cedro para las generaciones futuras.
Siria fue en un tiempo un inmenso granero y, en gran parte, una zona arbolada. Según los historiadores, la región situada entre el Eufrates y el Orontes estaba cubierta de una red de canales que unía las aguas de esos dos ríos. Pero durante un largo período, el país sufrió a causa de las rivalidades entre sumerios, caldeos, asirios y persas, al este, y griegos y romanos, al oeste. Fue en Siria donde se encontraron el Oriente y el Occidente, pero combatiendo y querellando entre sí. Y Siria fue el escenario de las guerras en que intervinieron Ommiadas, Abasidas y cruzados. El país cayó finalmente bajo el dominio del Imperio Otomano en 1516, cuando el Sultán Solimán puso término al gobierno de los mamelucos. La incertidumbre reinante tuvo como consecuencia la destrucción de la cubierta arbórea que antes servía de protección natural de la tierra; esto impidió el cultivo permanente, estimuló el nomadismo e impulsó a la gente a buscar refugio en los remotos bosques de las montañas. Especialmente durante la dominación turca, los montes se convirtieron en una fuente inagotable de madera y leña. Sufrieron así grandes daños a causa de la construcción de los ferrocarriles de Bagdad y Hedjaz, habiendo ambos funcionado con madera, como combustible, durante la primera guerra mundial.
Los últimos toques de la destrucción de los bosques deben atribuirse a los estragos de la segunda guerra mundial, durante la cual los pinares vecinos fueron mutilados por la industria de cura del tabaco y se prendió fuego a los bosques como protesta contra la dominación extranjera. Así, hasta hace muy poco, el Jebel Balas y el Jebel Abdul Aziz estaban cubiertos de bosques de los cuales, ahora, sólo pueden verse como reliquias, algunos alfóncigos aislados. La región, terriblemente erosionada, al oeste del bosque Latakia y sur de Uadi Qandil es otro ejemplo trágico de la desaparición de la fertilidad del suelo en menos de 20 ó 30 años.
En conjunto, al igual que en los demás países del Cercano Oriente, la destrucción de la vegetación por el hombre y los animales es visible en Siria en todas partes, desde las ruinas de las antiguas prensas romanas para la fabricación de vino y aceite de oliva en la estepa de Duma, hasta los inmensos derrumbes en las colinas peladas alrededor de Latakia. Esta degeneración del ambiente físico ha determinado un descenso notable de la producción alimentaria que, a su vez, ha hecho aumentar la demanda de tierras forestales, estableciéndose así un circulo vicioso del cual parece que no hay salida, a no ser que se planee adecuadamente el aprovechamiento de la tierra y se lleve a la práctica una política forestal atinada.
En la altiplanacie central de Turquía, yerma y barrida por el viento, Charles Texier descubrió en 1834 las ruinas de Hattusas, la gran capital amurallada del imperio Hitita que fue derrotado por los egipcios bajo el mando de Ramsés II, en la batalla de Kadesch, en 1296 a. de J.C. Los restos de esa civilización perdida ofrecen un cuadro bastante completo de lo que era la vida en los días de prosperidad de los Hititas. Muestran, por ejemplo, que a través de la llanura que yace dentro de la gran curva del río Halys, hoy Kizil Yrmak, se extendía una granja que era el orgullo de su propietario, Tiwataparas. Esta granja tenía abundancia de viñedos y huertos de manzanos, perales y granados; había colmenares y los pastizales daban sustento a cabras y ovejas; parejas de bueyes labraban los campos fértiles para el cultivo de la cebada. A los viajeros modernos, que recorren las ahora desiertas llanuras, les es difícil imaginar cuán imponente era el Imperio Hitita. Pero sin remontarnos tan lejos en la historia de Turquía, pueden encontrarse las huellas de una vegetación abundante; en 1402, el conquistador Tamerlán ocultó sus elefantes cerca de Ankara en espesos bosques de robles. Ahora han desaparecido por completo.
La destrucción de los bosques turcos continúa hoy en día. El Sr. Irlan Ataover, Presidente de la Sociedad Forestal Turca, manifestó recientemente:
«En los últimos años, sobre todo en los últimos diez, han sido destruidas 33.000 hectáreas de bosques. Nuestra madre tierra desaparece llevada por el agua de las inundaciones y las riadas. Los cálculos demuestran que cada año desaparecen 540 millones de metros cúbicos de suelos fértiles que han sido arrastrados al mar. En los últimos cinco años las inundaciones han destruido 20.666 casas y 34.503 personas han perdido sus hogares. Los montes de Turquía producen 3,5 millones de metros cúbicos de madera al año, en tanto que la demanda actual asciende a 17 millones de metros cúbicos. Si esta discrepancia continúa, llegará un momento en que no habrá más bosques en Turquía.»
Es imposible ofrecer en este breve artículo, ni siquiera un esbozo de los numerosos altibajos que registra la historia de la zona que corresponde hoy al Reino de Jordania. Las invasiones, los cambios políticos, las batallas y una explotación despiadada han asolado el país en siglos pretéritos, reducido sus poblaciones a la mayor pobreza y causado hambres, epidemias y miseria.
Incluso en los tiempos modernos han ocurrido hechos con efectos destructivos análogos. Por ejemplo, en la orilla occidental del río Jordán existían hasta hace muy poco buenas zonas forestales; pero a raíz de los disturbios de 1947-48, extensas zonas de esos bosques fueron arrasadas completamente. En el sur, sobre las yermas laderas, sólo quedan algunos ocasionales restos de los viejos árboles.
Sin embargo, quien visite la oficina del Director de Montes en Amman, podrá ver un disco de alrededor de un metro de diámetro procedente de un viejo enebro que crecía en aquella zona. El autor oyó contar a un anciano que, cuando él era muchacho, había sido testigo, en la vasta región ahora sin árboles al norte de Jarash, de una batalla entre tribus rivales, cada una de las cuales había reunido guerreros con tiendas de campaña y caballos y los había escondido en los espesos bosques de alfóncigos. En la actualidad, no queda un solo árbol.
Otro proceso destructivo puede ser observado en estos días alrededor de los numerosos campos de refugiados de Palestina; sus chozas y casas están, con frecuencia, rodeadas de rimeros de arbustos Potirium para ser empleados como combustible. Por lo general, ese arbusto espinoso es la última forma de cubierta vegetal de las colinas peladas; si se las despoja de ellos no quedará nada para proteger el suelo contra la erosión.
FIGURA 2. - Jordania: Plantación de pinos que crece satisfactoriamente sin riego alguno.
En cuanto a Grecia, nada puede describir en forma más ilustrativa lo que ha ocurrido en el transcurso de las edades que la siguiente cita de Platón, quien hace veinticinco siglos escribió:
«El Atica contemporánea puede, con exactitud, ser descrita como una simple reliquia del país original. Constantemente se ha estado desprendiendo el suelo de las altas montañas y lo que resta es como el esqueleto de un cuerpo extenuado por la enfermedad. Todo el suelo feraz ha desaparecido, dejando un país de sólo huesos y pellejo. Cuando el Atica estaba intacta, sus montañas poseían densas arboledas y el país producía inagotable pasto para el ganado. El suministro anual de lluvias no se perdía, como en la actualidad, dejándole correr sobre la superficie pelada hasta el mar y lo recibía, en cambio, el país dentro de su seno en toda su abundancia, almacenándolo en tierra impermeable de alfarero; esto permitía descargar el agua desde las alturas hasta las cavidades donde brotaba en forma de manantiales y ríos caudalosos y amplia distribución territorial».
El que Platón viera el Atica sólo como una reliquia de lo que una vez había sido, nos da una idea de cuán remota es la fecha en que empezó a ser destruida la cubierta vegetal natural por obra del hombre y de los animales de pastoreo.
En Irak, la cubierta vegetal ha sido destruida por completo en grandes extensiones, y en consecuencia, ha sido grave la erosión. Los bosques naturales restantes están situados en las partes montañosas del país, al norte y nordeste, y en las estrechas llanuras inundables a lo largo de los grandes ríos. Los bosques montañosos, que todavía posee el país, empiezan a una altura de 500 metros en forma de sotos de robles muy degenerados; debajo de esa zona han sido destruidos casi todos los árboles. La condición de los montes mejora gradualmente desde los 500 metros hasta llegar al límite máximo a los 2.000-2.300 metros y no hay duda que su supervivencia en los lugares más altos no sólo es el resultado de lluvias abundantes sino también de la dificultad de acceso. Por lo que recuerdan los habitantes del Irak, siempre han tenido que arreglárselas sin madera, y en la actualidad hay escasez; el consumo de este producto es muy inferior al promedio mundial.
Al iniciarse su historia, la región que hoy llamamos Irak era un país floreciente de población estable, con comunidades aldeanas y urbanas, herederas de muchos siglos de progreso en las formas refinadas de vida y gobierno, de comercio y agricultura; y también de sistemas de riego complicados. Sobre tales bases sólidas se desarrolló una gran civilización en Babilonia, Nínive, Ur y Bagdad. Se sabe, por los descubrimientos arqueológicos, que Babilonia tenía abundancia de palmeras y cipreses y los jardines colgantes de la Reina Semíramis, en Nínive eran famosos; sin embargo, las ruinas de ambos lugares fueron encontradas en llanuras desoladas y sin árboles. Quintas Curtius el historiador romano de Alejandro el Grande, manifiesta que el Eulaeus (el río Karun) tenía un recorrido de 125 millas a través de riberas arboladas.
Durante varios siglos después de la conquista de Babilonia por el rey persa Ciro, en 539 a. J.C., el Irak fue provincia de otros imperios y campo de batalla de las guerras de otros Estados. Poco se hizo en todo ese tiempo, debido a la falta de dirigentes o de medios de seguridad, para restablecer los importantes sistemas de canales arruinados, para plantar de nuevo los huertos o para reconstruir las aldeas. La población, diezmada por las matanzas y el hambre, disminuyó constantemente; el tenor de vida en la ciudad y el campo bajó una y otra vez de nivel. Envalentonadas, las tribus del desierto occidental ocuparon nuevas partes del país y convirtieron la tierra labrada en lugares de pastoreo de sus camellos. Pequeños períodos de seguridad y bienestar alternaron con otros de casi anarquía y rapiña; en particular, las dos invasiones mongoles bajo Hulagu y Timar el Cojo, con sus destrucciones en gran escala de la vida y la propiedad y el saqueo de las ciudades y el campo, fueron cataclismos que convirtieron a Irak en los siglos siguientes en un país pobre y olvidado. Hay que admitir que en la mayoría del territorio del Irak, el clima es y ha sido severo y seco y, por este motivo, siempre ha correspondido una función importante a los sistemas de riego. La destrucción del complejo sistema de riego ha sido, pues, el principal causante de la desaparición de la cubierta vegetal de las llanuras. Además, la supresión de bosques y árboles de las laderas y de todos los demás lugares aceleró enormemente la desorganización de las corrientes de agua y su disponibilidad y determinó la erosión y la acumulación letal de sedimentos. Finalmente, la carencia de un avenamiento adecuado arruinó gran cantidad de tierras por haberse salificado éstas. Todo demuestra claramente que en conjunto la economía rural se encuentra en una situación difícil a causa de la falta de cubierta forestal.
Se ha sostenido, con frecuencia, que la desaparición de la floreciente civilización del Irak, de las bien cuidadas granjas y de los bosques naturales, ocurrió al mismo tiempo que la modificación del clima y una progresiva desecación. Aunque es verdad, según lo prueban la geología y el paisaje actual, que en épocas anteriores una precipitación pluvial mucho más elevada fue origen de grandes ríos y avenidas de agua y de condiciones de vida más rica, no hay comprobación científica de que ese período de lluvias abundantes, cuya existencia está fuera de duda ocurriese dentro del último medio millón de años. Por tanto, desde que el hombre ha vivido en el Irak las condiciones del clima han sido muy similares a las de hoy. La desaparición de los bosques y arboladas, y del león y el avestruz, el abandono de los canales y la decadencia de las antiguas ciudades situadas en lugares ahora desolados, sólo pueden explicarse por motivos distintos a una modificación del clima en tiempos históricos.
Del total, estimado en 19 millones de hectáreas cubiertas de bosques y arboledas que tiene el Irán, sólo 3 millones de hectáreas, o sea, alrededor de un 2 por ciento de toda la superficie terrestre, pueden considerarse todavía como bosques de valor económico. El resto ha sido gravemente dañado por las prácticas del pastoreo excesivo, la recolección de madera para combustible y la producción de carbón vegetal y por los incendios. Siglos de destrucción han tenido como consecuencia la desaparición casi completa de los bosques de las llanuras y los valles. En las laderas septentrionales de las montañas Elbruz, al lado del Mar Caspio, se encuentran algunas de las pocas regiones del mundo en que todavía existen, en condición primitiva, rodales frondosos de maderas duras del clima templado septentrional. Por desgracia, la mayor parte de esos bosques, potencialmente de elevado valor, se está convirtiendo, a razón de unas 45.000 hectáreas por año, en una cubierta pobre constituida por matorrales inservibles y árboles deformes y enfermos. Los antiguos y extensos bosques de cipreses de Masenderan, las únicas coníferas del Irán, han sido explotados con exceso y ahora sólo quedan unos vestigios de árboles retorcidos.
Hasta hace treinta o cuarenta años, los iranianos no tenían conciencia clara de los problemas forestales. Consideraban los bosques como parte del escenario natural que se utilizaban de acuerdo con las necesidades del momento. La gran mayoría de la población no se daba cuenta, y todavía no se da cuenta, de la importante relación existente entre los bosques y el bienestar humano. Cuando el nivel de la actividad económica empezó a subir, bajo el reinado del difunto Reza Shah, durante la guerra y los años posteriores, se hizo más penosa la existencia de los bosques; aumentaron los rebaños de cabras, ovejas y vacunos que pastaban en ellos. Los propietarios de las tierras y los habitantes de las aldeas que necesitaban extender sus cultivos empezaron a desbrozar las arboledas naturales y la demanda de madera y carbón vegetal hizo que las cortas se efectuaran en una escala sin precedentes.
Los dispersos restos de rodales de enebro en las laderas meridionales y orientales de las montañas Elbruz atestiguan que, anteriormente, grandes bosques cubrían esas tierras ahora yermas. Como es fácil el acceso a ellas, durante los 2.500 años de su historia, han estado sujetas a una explotación despiadada. En el mismo período, ha tenido lugar la desforestación de la meseta, debido, sobre todo, al género de vida de los nómadas que cortan los árboles, queman la madera para obtener carbón, mientras los rebaños de ovejas y cabras devoran todos los nuevos brotes. En todas partes, además, los habitantes de las aldeas constantemente buscan leña para quemar. En la llanura de Mary Dasht, al sur de Persépolis, los restos de seis antiguas presas demuestran que, en otros tiempos, era extenso el sistema de riegos de esta fértil zona. También se había construido una serie de impresionantes presas a lo largo de los ríos Karun y Ab-e-Diz y hoy, los viajeros que vuelan sobre el Khuzistan, pueden fácilmente percibir las líneas de los anchos canales que partían de los depósitos de agua. Después de la ocupación musulmana del Irán, y hasta el siglo XIII de la era cristiana, esas presas estuvieron bien cuidadas y se amplió el sistema de riegos, cultivándose intensamente como resultado, muchos miles de acres que en la actualidad son desiertos. A partir del año 1700, muchos de los sistemas artificiales de riego entraron en un estado ruinoso, y durante el mismo período la población disminuyó, por lo menos, en un 50 por ciento.
Las condiciones desérticas que reinan en extensas partes del Pakistán Occidental son obra del hombre. Alejandro el Grande marchó, a través de las altiplanicies del país, al abrigo de densas forestas y todos los invasores posteriores han dejado noticia de que la región estaba cubierta por espesas selvas y bosques. Se sabe que, incluso durante el siglo XVI, la mayoría de las laderas de las montañas y altiplanicies estaban todavía cubiertas por una densa masa de vegetación compuesta de árboles, arbustos y herbazales. El incremento demográfico fue causa de la desforestación de las montañas de Hindu-Kuch y del Himalaya; y como aumentaron, en consecuencia, las inundaciones y la sedimentación, al final estos hechos contribuyeron materialmente a la desaparición de las civilizaciones primitivas. Así lo comprueban las ruinas de las antiguas ciudades. En la actualidad, la mayor parte del valle inferior del Indus es relativamente desierta y sus pocos habitantes tratan de ganarse el sustento en yermas dunas de aluvión y arenas movedizas. El lecho del río está por lo menos 20 pies más elevado que hace 3.000 años. La erosión del suelo se ha convertido en la enfermedad de la tierra más grave y más frecuente en el Pakistán Occidental. Amplias extensiones de las altiplanicies han sido despojadas en tal forma de bosques que ya no pueden ser utilizadas para cultivar nada que tenga valor para el ser humano.
En el examen que Coventry hace al respecto (Denudation of the Punjab Hills, 1929) se llega a la siguiente conclusión:
«Aunque el Punjab está prosperando a consecuencia de los sistemas de riego, la constante desforestación de las colinas es un cáncer que, lentamente, socava los fundamentos sobre los cuales reposa esa prosperidad; es de esperar, pues, que prevalezca el buen sentido de los habitantes y que lleguen a darse cuenta de la necesidad de proteger las colinas contra la denudación antes que sea demasiado tarde y evitar así que queden completamente peladas y desecadas con efectos desastrosos para la futura prosperidad de la provincia.»
Después de todos los testimonios que han sido examinados, no queda la menor duda de que el Cercano Oriente tuvo, un día, muchos más bosques de los que posee ahora. La historia suministra las pruebas de ese hecho. En la mayoría de los casos la destrucción progresiva y, a veces, completa de esos bosques ha sido obra del hombre. El argumento con frecuencia expuesto y según el cual su desaparición se debe a modificaciones climáticas, tiene alguna base científica pero, por lo menos durante el período histórico estudiado en este artículo, puede afirmarse categóricamente que no ha ocurrido así. La destrucción progresiva de la cubierta forestal protectora fue realizada por el hombre y ha sido la principal causa de la desecación que se ha extendido sobre las tierras del Cercano Oriente y del empobrecimiento de la población.
El conocimiento de las condiciones de los bosques naturales que existieron en el pasado histórico y de la manera cómo han evolucionado hasta nuestros días son requisitos esenciales para una comprensión adecuada de la situación actual y para elaborar las políticas y programas nacionales sobre tierras y bosques que pongan remedio a dicha situación. Los habitantes del Cercano Oriente comienzan a reconocer que mediante la silvicultura pueden mejorar sus condiciones económicas y sociales, y los gobiernos están fomentando investigaciones científicas positivas para mejorar el medio ambiente y elevar el bienestar general. Es innegable la necesidad urgente de la regeneración forestal y de una mejor ordenación de los bosques que aún quedan. Los programas forestales que lenta, pero seguramente, reorienten la tendencia a la destrucción sin límites y restablezcan el patrimonio forestal de las futuras generaciones, aportarán beneficios incalculables al bienestar social y económico del Cercano Oriente.