Tal vez fuese una coincidencia, pero, durante esa misma mitad de siglo en la que la ganadería se intensificaba masivamente en los países industrializados, se produjo también un gran cambio en la actitud de la sociedad occidental hacia los animales. Siguiendo una tendencia que comenzó por lo menos hacia 1700, los animales fueron objeto de una mayor atención y de compasión en la literatura, las artes plásticas y la filosofía (Preece y Fraser, 2003). Este cambio de actitud puede haber sido en parte el resultado de un mayor conocimiento científico sobre los animales, que ha contribuido a que disminuya, en la percepción de la gente, la brecha que separa al hombre de otras especies (Fraser, 2001b). Hay otros acontecimientos importantes ocurridos en el siglo XX que pueden haber favorecido este cambio de actitud; por ejemplo el tipo de contacto del hombre con los animales, principalmente como consecuencia del aumento de la vida en las ciudades, en las que las personas están en contacto con animales domésticos en lugar de con animales de granja; y la televisión, amén de otros medios de comunicación, dio a conocer mejor que nunca antes la vida de los animales. Sea cual fuere la causa, en la última mitad del siglo XX aumentó constantemente la atención que se prestaba a las cuestiones relacionadas con los animales y la preocupación por el bienestar animal. Como consecuencia de ello, todas las formas institucionalizadas de utilización de los animales -en el ámbito científico, del entretenimiento, de la gestión de la fauna, etc.- fueron objeto de inspección crítica (Fraser, 2001b).
Sin embargo, en occidente, la utilización de los animales en la agricultura quedó, hasta cierto punto, al margen de dicha inspección, debido a dos poderosas concepciones morales. Una es la actitud muy positiva respecto al cuidado esmerado de los animales, inspirada en parte en la Biblia. En la cultura de pastores en la que se gestó la Biblia, la cría de rebaños de animales domésticos constituía una importante actividad económica, por lo que no es de extrañar que la posesión y la utilización de animales se considerasen actividades legítimas. Además, para que los pastores pudiesen prosperar, era necesario que dispensasen a los animales un trato adecuado: había que criarlos en pastizales verdes, conducirlos hacia aguas tranquilas, defenderlos si se hallaban en peligro, curarlos cuando estaban heridos, etc. Estas exigencias de la vida pastoral se veían reforzadas por una cultura que atribuía una gran importancia al esmero en el cuidado de los animales. David, a quien Dios había elegido para convertirlo en un gran rey de su pueblo, había sido un pastor que daba muestras de gran valentía a la hora de proteger a las ovejas de su familia. La señal de que Rebeca había sido elegida como mujer de Isaac y como ascendiente de su nación fue el que se ofreciese a dar agua a los camellos de un extraño. De hecho, la actitud del pastor que protege a un rebaño de ovejas era tan positiva que equivalía a una metáfora de la bondad divina. Por lo tanto, la cultura bíblica atribuía gran valor al esmero en el cuidado de los animales, y la producción animal se consideraba una actividad legítima, y hasta virtuosa, siempre y cuando se procurase a los animales el cuidado adecuado (Preece y Fraser, 2000).
Una segunda concepción moral importante es el grado de veneración del que son objeto el granjero y su familia y la vida en la granja en armonía con la tierra. Como ha señalado el investigador literario Thomas Inge (1969), dentro del pensamiento occidental existe, desde hace mucho tiempo, la idea de que la vida en el campo pone de manifiesto las virtudes de la humanidad. Ya en el siglo IV a. de C. Aristóteles dijo que «la mejor gente común es la población agrícola, y es posible introducir la democracia y otras formas de constitución allí donde la multitud vive de la agricultura o de apacentar el ganado» (Inge, 1969). En la antigua Roma, escritores como Cicerón (106-43 a. de C.), Catón el Viejo (234-149 a. de C.) y Horacio (65-08 a. de C.) ensalzaban la agricultura como la ocupación más noble y que mejor propicia una conducta virtuosa.
Inge sostiene que, en la literatura inglesa, «la vida sencilla y virtuosa del campo se convirtió en uno de los temas más recurrentes». En el Nuevo Mundo, el estadounidense Thomas Jefferson retomó el tema en 1781 en sus Notes on the State of Virginia (Notas sobre el estado de Virginia), afirmando que «aquellos que trabajan la tierra son el pueblo elegido de Dios, si es que hay un pueblo elegido...» (Inge, 1969). Los animales desempeñaron un papel menos fundamental en la civilización agraria que en la pastoral, aunque siguieron siendo un elemento esencial. El filósofo Paul Thompson (1998) señala que los animales constituyen una parte integral de la ecología y de la economía de la granja, y que también desempeñan un papel decisivo en la educación moral, porque los niños a menudo aprenden qué es el sentido de la responsabilidad al ocuparse de los animales. Además se consideraba que los animales de las granjas tradicionales, al igual que la propia familia agraria, llevaban vidas saludables y naturales. Por tanto, la producción animal se consideraba una actividad legítima, inclusive virtuosa, cuando se llevaba a cabo en el ámbito agrario.
La intensificación de la producción animal entró en conflicto con estos dos apreciados conceptos éticos. Dado que la intensificación llevaba aparejada que hubiese muchas menos explotaciones, pero que éstas fuesen más grandes y más especializadas, se la consideró una de las causas primordiales del declive de la granja familiar. Aunque las familias siguen poseyendo y gestionando muchas explotaciones modernas, el grado de funcionamiento y la utilización de edificios y equipo en apariencia industriales, chocaron con la imagen tradicional de la vida agrícola. La intensificación también parecía entrar en contradicción con los ideales del esmero en el cuidado de los animales. En lugar del buen pastor que busca con ahínco al cordero perdido, el público ve a ganaderos metiendo a cantidades ingentes de animales en jaulas y establos inadecuados con el fin de, en palabras de un detractor, «sacar rápidamente más dinero de las canales» (Harrison, 1964).
En resumen, la intensificación de la producción animal se produjo en una época en la que se prestaba una atención creciente a los animales y aumentaba la preocupación por su bienestar. Asimismo, chocaba con dos imágenes de la ganadería muy valoradas, que habían legitimado la cría y el sacrificio de animales en occidente. Por lo tanto, en el caso de la producción animal, la intensificación agrícola se vio no sólo como un cambio polémico y hasta imprudente o insostenible de la producción de alimentos, sino también como una afrenta a preciados conceptos morales. El resultado es que se ha desencadenado, no tanto un debate, sino una condena llena de carga retórica (Fraser, 2001a).