Esperanza en medio del horror. Una visión en medio de los despojos. Y en medio de las ruinas, toca remangarse a lo grande.
Corre el año 1945. El fin de la guerra propulsa la renovación en todos los ámbitos del pensamiento y el comportamiento humano: en la economía y la gobernanza; en la ciencia y los estudios sociales; en la industria y la ingeniería; en las humanidades y las artes. También, y no en menor medida, en la esfera de los valores y aspiraciones.
El compromiso con la paz es la nueva doctrina proclamada, así como una noción de lo que es posible. Pese al surgimiento de nuevas divisiones bajo el manto de la Guerra Fría, y aunque el rebullir de las tensiones coloniales sigue su curso inadvertido, echa raíces un nuevo internacionalismo que viene acompañado de la determinación de poner fin de una vez por todas a los males que acosan a la humanidad desde su origen.
Dos de los principales son la pobreza y el hambre.
Menos conocida que el exterminio deliberado en masa vinculado con la II Guerra Mundial es la medida en que las pérdidas de vidas tuvieron que ver con la privación de alimentos. De los 60 millones de muertes que se achacan al conflicto, se estima que al menos un tercio de ellas se debió a la malnutrición y a enfermedades conexas. En 1943 murieron de inanición en Bengala cerca de 3 millones de personas. En Ucrania, que por entonces formaba parte de la Unión Soviética, el hambre se había cobrado la vida de millones de personas antes de que empezara la guerra. En China murieron otros millones más. En Europa occidental, en países que habían sido relativamente ricos, las secuelas socioeconómicas de la guerra fueron implacablemente sombrías: en el invierno de 1944-45 la población de los Países Bajos se vio obligada a comer bulbos de tulipán; a principios de la posguerra en Bélgica el raquitismo afectaba al 80 % de los niños.
En general, la agricultura se encontraba arrasada. En grandes extensiones del planeta se había contraído la producción, a razón de hasta un tercio en Europa, en los países que conformaban la URSS y en África del Norte, y a razón de una décima parte en Asia oriental. A la vez, la población mundial había aumentado un 10 %. A raíz de ello, la producción agrícola per cápita había disminuido globalmente un 15 % con respecto a los años anteriores a la guerra. Los demógrafos no se mostraban halagüeños: las previsiones apuntaban a un nuevo e inminente aumento del número de bocas que había que alimentar. Se preveía que para 1955 la población de América Latina casi volvería a duplicarse.
Escolares desayunando en un proyecto conjunto de la FAO y UNICEF, Grecia. ©UN Photo / FAO
Cultivar, nutrir, preservar. Juntos
A la vez que gran parte del planeta tenía dificultades para alimentarse, nuevas palabras audaces perfilaban nuevos horizontes. Ya en 1941, en un discurso que serviría de inspiración a los principios fundadores de las Naciones Unidas, Franklin D. Roosevelt, entonces Presidente de los Estados Unidos de América, había mencionado la libertad para vivir sin privaciones como una de sus Cuatro Libertades. La definió como “entendimientos económicos que asegurarán a todas las naciones una vida saludable en tiempos de paz para todos sus habitantes en cualquier parte del planeta”.
En un paisaje de desolación, América del Norte destacaba. La extensión continental de los Estados Unidos había escapado al conflicto directo: la producción agrícola había seguido aumentando a medida que el país se recuperaba de la crisis de 1929 y principios de los años treinta. El impulso intelectual que llevó a la creación de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación se originó allí.
El fin de la II Guerra Mundial generó el impulso. Sin embargo, el concepto de lo que acabaría encarnándose en la FAO, la idea de un congreso cuya misión consistiera en propagar conocimientos especializados sobre agricultura y mejorar la suerte de los agricultores en todas las naciones, era anterior a la guerra. Ya en 1905 David Lubin, visionario de los Estados Unidos, había plantado la semilla institucional. Su iniciativa, desdeñada en su propio país, resultó persuasiva ante la Corte Real de Italia.
La FAO nació en la tarde del 16 de octubre de 1945 cuando su constitución fue firmada en la ciudad de Quebec (Canadá), por 34 países, a los que pronto seguirán muchos más. ©FAO
El 16 de octubre de 1945, reunidos en el emblemático Château Frontenac de la ciudad de Quebec, 34 gobiernos firmaron la Constitución para una organización permanente en el ámbito de la alimentación y la agricultura. Al término de la Primera Conferencia de la FAO, dos semanas después, el número de miembros ascendía a 42. No deja de ser paradójico que la creación de la FAO precediera a la de las propias Naciones Unidas, cuya inauguración formal tardaría ocho días más. (La Carta de las Naciones Unidas se había firmado en San Francisco en junio de ese año, pero todavía no había alcanzado el umbral a efectos de ratificación). La Constitución establecía la Organización en calidad de órgano de colaboración provisto de un amplio mandato de promoción de los conocimientos agrícolas y el bienestar nutricional. Su primer Director General, John Boyd Orr, procedía de Escocia.
Los trabajos de construcción de la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación en Roma (Italia) están casi terminados. ©FAO
Inicialmente ubicada en Washington DC, la sede de la FAO se trasladó a Roma, sede del AII, en reconocimiento del historial de Italia al frente de la cooperación internacional en el ámbito de la alimentación. En 1951, la Organización se alojó en un edificio reconvertido que en un principio había estado destinado a acoger el Ministerio del África Italiana de la época colonial. El Palazzo FAO, que tiende un puente entre dos emplazamientos antiguos, las Termas de Caracalla y el Circo Massimo, se diseñó conforme a principios racionalistas y se amplió con elementos del estilo internacional de la posguerra. Hoy da cabida a unas 3 000 personas. Entre las sedes de las agencias de la ONU, la de la FAO es una de las más importantes desde el punto de vista arquitectónico.