Cuantitativamente, el segundo gran capítulo de la existencia de la FAO comienza en un tono relativamente optimista. En la edición de 1970 del informe El estado mundial de la agricultura y la alimentación (SOFA) se documenta un aumento del 70 % en la producción general de alimentos desde 1948, lo cual se traduce en un respetable incremento del 2,7 % anual. En el sector pesquero el ritmo había sido mayor: un espectacular 4,4 %. En términos generales, la cantidad de alimentos producidos había seguido el ritmo del crecimiento demográfico.
Sin embargo, esta situación evidentemente benigna venía acompañada de importantes salvedades. Para empezar, el hambre seguía cobrándose un precio exagerado. En el África subsahariana el aumento anual medio de la producción de alimentos apenas había llegado al 0,6 %. Y los avances que se habían registrado no durarían.
Una nueva variedad de arroz de alto rendimiento cultivado en Guyana. ©FAO/J. Ciganovic
En 1972 la producción cerealera cayó por primera vez desde la guerra. Todos los superávits se esfumaron. Por aquel entonces, la crisis del petróleo se cebó en las economías occidentales poniendo un aparatoso fin a casi tres decenios de expansión ininterrumpida.
El segundo cuarto de siglo
Junto con la contracción económica, a principios de los años setenta se cristalizaron en los países industriales tensiones sociales que venían acumulándose desde el último tramo de los años sesenta. El optimismo escaseaba en medio de la impresión de que se había cerrado un ciclo aventurado. En partes del mundo en desarrollo los años posteriores a la guerra y a la descolonización todavía no se habían plasmado en medios de vida drásticamente mejores; el empoderamiento económico se quedaba atrás en comparación con el político. A finales del decenio, en una Conferencia Mundial sobre Reforma Agraria, Julius Nyerere, dirigente de la República Unida de Tanzanía, mencionó que la población seguía padeciendo “miseria e inmundicia increíbles”.
Al tiempo que se desvanecían las expectativas de progreso lineal, se ponían en cuestionamiento los modelos establecidos de producción y consumo. En el Oeste, sin duda rico pero vapuleado económicamente, despertaba la conciencia ambiental. Empezaba a escucharse una sensibilidad más ecológica, primero en la sociedad y la cultura y después en la política. Ya en 1962, Rachel Carson había pasado revista en Silent Spring (Primavera silenciosa) a los daños provocados en el medio ambiente y la salud humana por el uso desbocado de plaguicidas. El libro, grito de batalla del incipiente movimiento ambiental, sentó las bases de la prohibición impuesta en los Estados Unidos en 1972 al dicloro difenil tricloroetano (DDT); en años venideros ejercería gran influencia en la opinión y en la política pública de los Estados Unidos.
“No deseamos empobrecer aún más el medio ambiente”, admitió Indira Gandhi, Primer Ministro de la India, en una conferencia celebrada en Estocolmo en 1972, con lo cual articuló lo que se perfilaba como dilema desde el punto de vista ideológico y compensación recíproca por lo que se refiere a las políticas. “Sin embargo”, proseguía, “no podemos olvidar en ningún momento la grave situación de pobreza de un gran número de personas. ¿No son la pobreza y la necesidad lo que más contamina?”.
A lo largo de los siguientes decenios la preocupación por la conservación transformaría la idea que tenía la humanidad de su relación con la naturaleza. Entre los años setenta y los años noventa las sociedades y los responsables de formular políticas se sensibilizaron en mayor medida respecto del carácter finito de los recursos del planeta. Se emprendió la búsqueda de medios menos explotadores para cumplir objetivos socialmente deseables, entre otros, poner fin al hambre.
Los agricultores cavando lindes de contorno en tierras degradadas como medida para controlar la erosión, y luego plantando árboles y arbustos para regenerar la tierra, Etiopía. ©FAO/Florita Botts
Gran parte de la atención se desplazó a los océanos y los mares, entendidos como fuente de nutrición vital para cientos de millones de personas. Para otras muchas, representaban medios de vida. También sustentaban enormes industrias pesqueras, así como economías costeras e isleñas en su conjunto. Hacia mediados de los años setenta la producción pesquera empezó a nivelarse a medida que surgían controversias en torno a las zonas de pesca exclusiva y cundía la inquietud con respecto a las poblaciones de peces. En un acto de la FAO dedicado al tema en 1984, el Rey Juan Carlos I de España habló de la necesidad de velar por que “no se agoten las riquezas del mar como consecuencia de un impulso depredador, corto de miras y egoísta”. En 1995 vio la luz un Código de Conducta para la Pesca Responsable de carácter amplio. La acuicultura recibió un empujón.
Dicho esto, en la mayoría de los aspectos, el segundo cuarto de siglo de existencia de la FAO fue una época de rápida evolución de las percepciones, pero menor velocidad en la evolución de las prácticas. Las metas de volúmenes y rendimientos siguieron dictando los enfoques habituales en materia de desarrollo agrícola. A la vez, la carrera dirigida a poner fin al hambre dejó de avanzar en el vacío contextual: se revistió de toques ambientales y sociales.
Barcos de pesca tradicionales cerca del desembarcadero de Baliwasan Seaside, Zamboanga, Filipinas. ©FAO/Marie-Christine Comte
El carácter cíclico sistémico del hambre queda subrayado por la desertificación y las sequías, las crisis alimentarias y las hambrunas. La garantía de acceso a los alimentos, y no solo su disponibilidad teórica, empezó a servir de base al discurso de la FAO y sus organizaciones hermanas. Para que mejorara el acceso a los alimentos también debían atenderse otras muchas necesidades humanas y sociales: la educación, la salud, un entorno limpio y seguro y, posiblemente, la paz. Tampoco se trataba de necesidades sin más; empezaban a articularse con fuerza como derechos. Cuando se aspiraba a poner fin al hambre, la desigualdad se veía a un mismo tiempo como escándalo moral y obstáculo normativo.
Por el camino, la FAO pasó en parte de ser un órgano de cooperación técnica a un organismo dedicado al desarrollo internacional. La evolución se debió al entendimiento de que ya no bastaban las interpretaciones estrictas del mandato de la Organización desde una óptica cuantitativa. La lógica del más se diluyó en la lógica del mejor, el espíritu de cultivar en el de nutrir. Por ejemplo, el apoyo técnico a los planes de riego centralizado cedió terreno a programas locales centrados en las comunidades, que se consideraban menos proclives al desperdicio, de establecimiento más rápido, útiles de forma más inmediata y con mayores probabilidades de generar resiliencia.
Administración oral de medicamentos a un ternero enfermo, que forma parte de una serie de políticas y actividades del Gobierno de la República Centroafricana destinadas a fortalecer y consolidar el desarrollo del ganado. ©FAO/R. Faidutti
El nuevo concepto de seguridad alimentaria, que incorpora los principios de disponibilidad y acceso, fue objeto de reconocimiento formal a mediados de los años setenta con la creación del Comité de Seguridad Alimentaria Mundial (CSA). El CSA, órgano de las Naciones Unidas cuya secretaría se alberga en la FAO, está pensado como foro inclusivo: sigue siendo la principal plataforma en la que funcionarios, expertos, la sociedad civil y la industria debaten soluciones al hambre mundial y maneras de mejorar la nutrición.
A fines de los años ochenta, el espíritu de colaboración avivado por la caída del Muro de Berlín renovó el concepto de lo que podía lograrse. Nacieron primero el Mercado Común Europeo y después la Organización Mundial del Comercio. Una oleada de liberalización se extendió por todo el mundo. Se eliminaron muchos obstáculos al comercio. Sin embargo, el aumento de los intercambios globalizados se tradujo en una preocupación cada vez más globalizada en torno a la inocuidad de los alimentos. Un brote de encefalopatía espongiforme bovina (enfermedad de las “vacas locas”) en rebaños del Reino Unido se vinculó con la incidencia en los consumidores de la enfermedad de Creutzfeldt-Jakob, trastorno neurológico degenerativo. El episodio arrojó inquietante luz en la relación inextricable entre salud humana y animal. Partiendo de los conocimientos especializados de la FAO en la lucha contra las enfermedades del ganado, el Codex Alimentarius abordó la erizada cuestión de los piensos, con lo cual añadió otro nivel de complejidad a la labor dirigida a suministrar a todos alimentos inocuos, suficientes y nutritivos.
A mediados de los años noventa la FAO hacía gala de un equipamiento sin duda más sofisticado en cuanto a amplitud de conocimientos y competencia estadística. Pero también se revelaba como organismo normativo de corte estatal en una época de desregulación acelerada. Su cultura institucional se orientaba hacia los gobiernos, pese a que la iniciativa y las facultades para establecer normas en el ámbito agrícola se habían desplazado en gran medida al sector privado. Los propios gobiernos, en particular los de países en transición, empezaron a dirigir cada vez más la mirada a grupos de reflexión y fundaciones independientes para recabar asesoramiento normativo, a la vez que, a medida que se sucedían las crisis, la capacidad de movilización pública y privada rápida cada vez correspondía más a ONG de ámbito mundial.
Conferencia de la FAO sobre “Procedimientos para la organización mundial de la cuarentena vegetal”. ©FAO
A las puertas del nuevo milenio, podía decirse que la contribución de la FAO a la agricultura y las comunidades de todo el planeta durante la posguerra (cultivar y nutrir) era también aplicable a la propia Organización: expansión rápida seguida por complejos ajustes. El siguiente cuarto de siglo, dominado por los problemas derivados del cambio climático, conflictos prolongados y la evolución de las tasas de hambre en forma de V, exigiría grandes dosis de visión estratégica y adaptabilidad.