El más reciente tramo amplio de la historia de la FAO coincide con la maduración del concepto de sostenibilidad. La sostenibilidad, principio rector integral, pasó a dominar la reflexión (aunque no obligatoriamente la práctica) en el ámbito del desarrollo humano y la gestión de la vida en la Tierra. Incluyendo los enfoques en materia de alimentación y agricultura.
Se redujo la importancia del productivismo y convergieron múltiples vetas del discurso sobre el medio ambiente, los derechos humanos y la salud mundial. La FAO y otros asociados aportaron a este paradigma en ciernes un enérgico componente de seguridad alimentaria. A partir de principios de siglo la nueva visión se reforzó con la adopción de los Objetivos de Desarrollo Sostenible, antes Objetivos de Desarrollo del Milenio.
En los años noventa el modelo de agricultura industrial imperante en gran parte de América del Norte y Europa había generado cantidades de alimentos inimaginables cuando se fundó la FAO. La consolidación de las agroempresas y las acumulaciones de superávits; la alimentación y cría de animales cuyo rendimiento no paraba de crecer; la expansión de los monocultivos; el auge de los alimentos ultraelaborados: todo ello obedecía a modos de producción y cadenas de suministro que llenaban los carritos en los supermercados pero tenían menos en cuenta la conservación de recursos, la dimensión medioambiental o el equilibrio nutricional. En gran parte del mundo en desarrollo los suelos se erosionaban. Los desiertos se expandían y los bosques retrocedían. Los hábitats silvestres se reducían. La agricultura seguía careciendo de efectivo y las necesidades esenciales no se atendían. El hambre y la malnutrición no dejaban de cobrarse cientos de millones de vidas.
Una mujer comprando fruta en un puesto del mercado de Bagdad donde se venden limones, uvas y granadas. ©FAO/Rosetta Messori
En 1996 el Papa Juan Pablo II afirmó ante una Cumbre Mundial sobre la Alimentación organizada por la FAO que el persistente contraste entre indigencia y opulencia era “insoportable para la humanidad”. Al cabo de un año, la FAO puso en marcha su campaña de recaudación de fondos TeleFood, que entregó millones de dólares a agricultores y financió proyectos en más de 100 países.
El tercer cuarto de siglo
El Papa Juan Pablo II dirigiéndose al pleno durante la Cumbre Mundial de la Alimentación en la sede de la FAO, Roma, Italia. ©FAO/Luigi Spaventa
Esas iniciativas se inspiraban en una sabiduría arraigada: la pobreza y el hambre se potencian entre sí y deben abordarse a la vez. Sin embargo, a medida que se entendía mejor el espectro más amplio de la necesidad humana, nuevas y más explícitas consideraciones políticas entraron en juego. Los años que siguieron al final de la Guerra Fría vieron cómo el papel del buen gobierno era ensalzado por consenso.
Los beneficiarios del Programa de Transferencias Sociales de Efectivo en Zambia reciben su pago. ©FAO/Ivan Grifi
De mediados a fines de los años noventa, a medida que se estrechaban los lazos entre la seguridad alimentaria y la protección del medio ambiente y la salud humana, la FAO intensificó su labor de control de plaguicidas peligrosos. Entretanto, se abrían intersecciones con potencial de conflicto entre el mundo de la agricultura y el del derecho de propiedad intelectual. En 2001, al cabo de años de negociaciones vio la luz el Tratado Internacional sobre los Recursos Fitogenéticos para la Alimentación y la Agricultura. El documento, en el que la FAO cumplió funciones de intermediación, establecía el intercambio equitativo de material genético entre fitomejoradores, agricultores e instituciones de investigación públicas y privadas.
En el paso de un milenio al siguiente se ponían de relieve nuevas dimensiones y responsabilidades. Cabe mencionar al respecto el legado de la desigualdad de género, sobre la base de indicios de que la inseguridad alimentaria afecta más a las mujeres y las niñas; la pérdida de biodiversidad, que pone en peligro las fuentes de alimentos de las comunidades empobrecidas; la difícil situación de los pueblos indígenas, a menudo marginados, cuyos singulares conocimientos agrícolas corren peligro, y la medida en que las instituciones sólidas contribuyen a mantener el hambre a raya.
Los países en desarrollo que buscaban el crecimiento del PIB como vía rápida de progreso constataron que la inseguridad alimentaria tenía su precio. Según varios estudios, en países africanos se perdió hasta un 16 % de la producción anual en la medida en que la malnutrición infantil coartaba el grado de instrucción, reducía la longevidad en el lugar de trabajo, mermaba la productividad y agotaba los sistemas de salud pública.
La oficina nórdica de la FAO coorganiza el Día de las Naciones Unidas en Suecia. Joven con el “tatuaje” de los ODM. ©FAO/Linn Liviin Wexell
En resumen, en el umbral del nuevo siglo la comunidad internacional llegó a la conclusión de que para curar un mal había que atajar otros muchos. La labor centrada en el desarrollo humano podía dividirse en distintas tareas, pero su éxito o fracaso tenía lugar en conjunto; había que apretar todos los botones a la vez.
En el año 2000, las Naciones Unidas aprobaron ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM), es decir, una lista detallada de tareas pendientes para la humanidad. Ese mismo año, el lenguaje del Marco Estratégico de la FAO muestra en gran medida el mismo espíritu: de largo alcance pero preciso, ambicioso pero consciente de los detalles. Se prevén más orientaciones para la acción, y se reconoce que hay más partes interesadas. Se reconocen explícitamente las funciones del sector privado y la sociedad civil.
Los niños locales riegan una huerta en la Escuela de Nutrición de Agricultores, República Democrática Popular Lao. ©FAO/Manan Vatsyayana
En términos generales, se avanzó mucho. La pobreza extrema quedó reducida a la mitad. El hambre disminuyó. Mejoraron otras medidas diversas en el ámbito del bienestar humano. En 2015 una comunidad internacional catalizada intensificó el ritmo de avance con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), también conocidos colectivamente como Agenda 2030. El mundo aspira ahora a la exhaustividad: hay 16 objetivos, además de otro de carácter metodológico, que abarcan todas las vías del progreso social y ambiental, desde la salud hasta la igualdad de género y la vida submarina. En otras 169 metas se indican las esferas de acción, acompañadas de más de 200 indicadores.
Aparte de la prioridad absoluta de poner fin a la pobreza, entre los ODS destaca el objetivo de Hambre Cero. La FAO aportó contribuciones técnicas a la formulación de los Objetivos y acabó siendo el organismo responsable designado por las Naciones Unidas en relación con diversos indicadores.
Estos se referían al hambre en sí; la sostenibilidad agrícola; la propiedad de tierras por las mujeres; el estrés por falta de agua; la sostenibilidad de las poblaciones de peces, y la ordenación forestal sostenible.
A medida que se ampliaban las responsabilidades de la FAO, también se ampliaba su instrumental. Ante las abundantes tareas de medición, la Organización sacó músculo en el ámbito de la estadística y aumentó su capacidad de cálculo numérico. Desarrolló aplicaciones que conectaran a los pequeños agricultores con los mercados, contribuyeran a la gestión del ganado y controlaran la propagación de plagas destructivas de los cultivos. En el cielo empezaron a verse drones encargados de evaluar el riesgo de desastres naturales. Se implantaron programas educativos dirigidos a orientar a agricultores jóvenes y rejuvenecer la mano de obra agrícola. Se impartió capacitación para que la población pusiera en marcha explotaciones urbanas y en interiores, huertas en túneles y huertos hidropónicos.
Cultivo de quinua en el marco del proyecto “Semillas Andinas”, Bolivia (Estado Plurinacional de). ©FAO/Claudio Guzmán
Se hizo gran hincapié en el fortalecimiento de lo que ha pasado a conocerse con el nombre de cadenas de valor alimentarias, que ofrecen a los pequeños productores salidas a sus productos y garantizan el control de calidad, ofrecen empleo decente y ayudan a las comunidades indígenas a atender la demanda de productos alimenticios especializados y de mayor valor. Se empezaron a idear soluciones logísticas y a desplegar labores intensivas de promoción para reducir las pérdidas y los desperdicios. (Se estima que solo las pérdidas representan la séptima parte del total de los alimentos cultivados). Sobre todo, la FAO empezó a replantearse los sistemas alimentarios en su totalidad y a abogar por su transformación en aras de un círculo virtuoso en el ámbito de las políticas que combatiera la pobreza, luchara contra el hambre y la malnutrición y protegiera los ecosistemas frágiles.
Sin embargo, todo ello tenía lugar en forma de contrarreloj doblemente hostil impuesta por el resurgimiento de conflictos y la extrema variabilidad del clima. Algunos de los países menos desarrollados son los que más sufren. En el África meridional, se alternan sequías paralizantes e inundaciones mortales, que desencadenan emergencias cíclicas de hambre. Los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo, con escasos recursos y socialmente vulnerables, son los más afectados por los ciclones y los huracanes. En los países ricos, desde América del Norte hasta Oceanía, se producen incendios devastadores con una frecuencia cada vez mayor. En algunas partes del mundo, las prácticas agrícolas tradicionales y de probada eficacia se extinguen; en otros lugares, las dietas homogeneizadas, ricas en calorías pero pobres en nutrientes, alimentan una ola de sobrepeso y obesidad. Muchas naciones acumulan ambos fenómenos. En algunos casos, la violencia y la inestabilidad actúan como aceleradores de la inseguridad alimentaria estructural.
Mujeres llevando un saco con equipos de pesca y semillas que han sido distribuidos por la FAO en Padding, Jonglei, Sudán del Sur. ©FAO/Albert Gonzalez Farran
En el segundo decenio del nuevo milenio los conflictos armados prolongados adquirieron una normalidad trágica. En Siria, Sudán del Sur, el Yemen y el nordeste de Nigeria, hostilidades que se libran o están enquistadas desde hace años se cobran la vida de cientos de miles de personas y dejan a varios millones al borde de la hambruna. El hambre se utiliza como arma de guerra. En 2018 el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas reconoció expresamente el desalentador parentesco entre inseguridad alimentaria y conflicto.
A medida que decae la paz, se acumulan los gases nocivos y se retrae la biodiversidad, las cifras del hambre, que llevaban diez años disminuyendo hasta mediados del decenio de 2010, vuelven a aumentar. En el informe de 2020 de El estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo, investigación fidedigna dirigida por la FAO, se indica que casi 700 millones de personas siguen estando subalimentadas y que no menos de 2 000 millones de personas padecen alguna forma más amplia de inseguridad alimentaria. A falta de apenas 10 años para que se cumpla el plazo fijado para el ODS 2, Hambre Cero, las probabilidades de cumplimiento se están postergando.
Lo Valledor, el principal mercado mayorista de Chile, sigue ofreciendo al público durante la emergencia sanitaria de la COVID-19 medidas de protección para sus colaboradores y la comunidad. ©FAO/Max Valencia
En el momento en que se redacta esta reseña, la pandemia de la COVID-19, más allá de las cifras que deje en cuanto a vidas humanas y puntos del PIB perdidos, amenaza con ahondar en la fragilidad de la relación de la humanidad con los alimentos, lo cual supone, de improviso, una prueba determinante de la precariedad del empleo rural, de la debilidad de las cadenas de suministro y de la tenue línea divisoria que separa en muchos países la supervivencia de la indigencia. Desde la óptica de la FAO, solo dos cosas pueden servir ahora al mundo de motor para salir del estancamiento y el retroceso: alianzas sistemáticas e innovación incesante.