Con tan sólo un 16% de la superficie terrestre y un 9% de la población, América Latina y el Caribe posee el 23,4% de la cobertura boscosa (COFLAC, 2017) y el 31% del agua dulce del planeta (FAO, 2015a). Gracias a su gran variedad de climas, relieves y ecosistemas, se estima que alberga 12 de los 14 biomas terrestres (Durango et al., 2019) y contiene el 50% de la biodiversidad mundial (CEPAL, FAO e IICA, 2019).
La región cuenta, además, una gran riqueza en términos de tierras productivas, con 576 millones de hectáreas de suelos agrícolas (Gardi et al., 2014).
América Latina y el Caribe conecta los océanos Atlántico y Pacífico, por lo que se benefician de abundantes recursos pesqueros.
Los ecosistemas y la biodiversidad regional operan como reguladores del clima y de los ciclos naturales, con la entrega de servicios ambientales que son fundamentales para el desarrollo económico y el bienestar de los latinoamericanos y caribeños. Por su riqueza extraordinaria, estos recursos naturales cumplen también funciones a nivel global, al ser claves para el equilibrio ambiental del planeta. Por ejemplo, debido a su escala y nivel de evapotranspiración, el territorio amazónico es un regulador mundial de precipitaciones. Mientras, corrientes oceánicas como la fría de Humboldt funcionan como mecanismos de control de los ciclos globales de nutrientes marinos y generan una gran diversidad de peces y de aves migratorias.
La abundancia de recursos naturales es la base de una fructífera producción, que aporta tanto a la seguridad alimentaria y nutricional de la región como también a la del mundo. De hecho, América Latina y el Caribe se ha convertido en una de las principales zonas proveedoras de alimentos en el mundo, aportando con el 14% de la producción y el 23% de las exportaciones agrícolas y pesqueras (OCDE y FAO, 2019). Según datos de la FAO y de la OCDE, la agricultura primaria representa un 5% del PIB regional y, si se aplicara una definición más amplia7, representaría más de un 20% del PIB en la mayoría de las economías (OCDE y FAO, 2019). El sector ha mostrado un dinamismo constante, con una tasa de crecimiento promedio del 2,3% en el decenio 2006 a 2017 (Morris, Sebastian y Perego, 2020). • Las exportaciones vinculadas a la diversidad biológica (sectores de Pesca, Agricultura y Turismo) de Perú alcanzaron casi 9 000 millones de dólares en 2009, es decir, un 42,8% del valor total (MINAM, 2010)
La región cuenta con más de 15 millones de agricultores y 2 millones de pescadores (Trivelli y Berdegué, 2019) que sustentan esta producción. La mitad de ellos de cultura indígena o afrodescendiente (Correa, 2019), herederos de valiosos conocimientos ancestrales sobre sus territorios, recursos naturales y cultivos. Asimismo, América Latina y el Caribe constituye una potencia en términos de agrobiodiversidad, suministrando al planeta una gran variedad de productos, incluido pavo, maíz, papa, cacao, aguacate, ají y tomate, entre muchos otros alimentos (Bourges, Bengoa y O’ Donnell, 2002). El potencial genético de esta diversidad es enorme y jugará un importante rol ante el desafío global del cambio climático.
La agricultura regional es sumamente diversa, y comprende sistemas productivos que van desde la producción tradicional de maíz y de frijol para subsistencia, de cacao de alta calidad en sistemas agroforestales, hasta inmensas extensiones de granos transgénicos para exportación. En esta diversidad se ve reflejada también la fuerte desigualdad que caracteriza a la región: el 90% de las explotaciones agrícolas acceden a sólo el 23% de las tierras agrícolas. El 48,6% de la población rural es pobre y el 22% extremadamente pobre (FAO, 2018a). En el caso de 16,5 millones de explotaciones agrícolas (80% del total), la pobreza se asocia en general a poca tierra y de mala calidad, recursos naturales deteriorados, una marcada vulnerabilidad al riesgo de desastres y un limitado acceso a bienes públicos (CEPAL, FAO e IICA, 2019).
El esperado aumento del 50% en la demanda de alimentos en general, y del 70% de la proteína animal para el año 20508 (FAO, 2017c), elevará la presión y la competencia por recursos naturales para producción de alimento. Considerando el aporte actual de América Latina y el Caribe a la oferta global, y su disponibilidad de recursos naturales en relación con otras zonas del mundo, es de esperar que la región absorba una parte considerable del crecimiento previsto de la demanda. Esta situación generará oportunidades, pero también una serie de desafíos para todos los actores de la agricultura regional, especialmente en términos de sostenibilidad, emisiones de gases de efecto invernadero (GEI), resiliencia e inclusión social.
Finalmente, es importante señalar que la riqueza natural también provee las bases para el desarrollo de otros sectores sociales y productivos fundamentales en la región. Por ejemplo, la mitad de la electricidad que se genera en la zona proviene de la hidroelectricidad (Di Sbroiavacca et al., 2019). En paralelo, la región experimenta un auge de energías renovables como la eólica y la solar (Trivelli y Berdegué, 2019). Por otra parte, la mayoría de los turistas internacionales de la región, entre un 66 y 75%, visitó al menos un área protegida, y cerca del 94% de las empresas del rubro en el Caribe indicaron en una encuesta que su medio de subsistencia dependía de la belleza natural de su entorno (PNUD, 2010). • La eficiencia en el uso del agua tiene gran potencial en la región ya que, actualmente, el promedio ronda el 30% en Centroamérica y el 28% en Sudamérica. Mediante la implementación de medidas que mejoren la eficiencia, por ejemplo, a través del riego por goteo, se puede llegar hasta un 90% de eficiencia en el uso del recurso hídrico (FAO, 2011).
La agricultura tiene un efecto importante en el patrimonio natural. El sector utiliza un 73% del total del agua dulce en la región cada año (FAO-AQUASTAT, 2016), y se calcula que existen casi 200 millones de hectáreas de tierras degradadas, y que un 50% de los suelos agrícolas tiene algún grado de erosión (FAO, 2015a), debido a un mal manejo y a la pérdida de cobertura vegetal.
La destrucción de hábitats y la sobreexplotación son las principales razones de pérdida de la biodiversidad, en especial por la expansión de la frontera agrícola. En efecto, un 72% de las especies amenazadas del mundo se encuentran en esta situación, debido a presiones del sistema alimentario y del uso del suelo y los océanos (WEF, 2020). En la región, 74 diferentes sistemas ecológicos de bosque están actualmente bajo amenaza. Los bosques húmedos tropicales y subtropicales, las praderas, sabanas y matorrales tropicales y subtropicales, sufren las mayores pérdidas de bioma terrestre (Durango et al., 2019). En esa línea, el Índice del Planeta Vivo, del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, 2018), registró una reducción del 60% en las poblaciones de las especies entre los años 1970 y 2014. La misma organización indica que el fenómeno es especialmente intenso en los trópicos, donde en América Latina y el Caribe se observó una pérdida del 89%, en comparación con 1970 (Trivelli y Berdegué, 2019). • En Brasil, la moratoria sobre la soya, introducida en 2006, logró disminuir su peso en la deforestación a 2014 desde un 20% a un 1%, mientras que su producción se elevó aproximadamente de 55 a 80 millones de toneladas, principalmente, gracias a mejoras en productividad (FOLU, 2019).
Adicionalmente, más de la mitad de las pesquerías de la región se encuentran sobreexplotadas -un 55% en el Caribe, un 58% en el Océano Pacifico del Cono Sur y un 50% en el Océano Atlántico del Cono Sur (FAO, 2016)-, lo que afectó el volumen de capturas marinas con una contracción de más del 50% en 2017, comparado con el máximo histórico en 1994 (FAO-FishStat, 2019). • El Programa de Pago por Servicios Ambientales en Costa Rica y las reformas realizadas a las estructuras de subsidio agrícola lograron revertir el proceso de deforestación, pasando de un cuarto del territorio cubierto por bosque en 1983, a más de la mitad en la actualidad (FOLU, 2019).
Según estimaciones del año 2015, del total de emisiones de CO2 eq.9 de América Latina y el Caribe, el 42% proviene de los sectores de la agricultura, silvicultura y cambio de uso de suelo (Bárcena et al., 2018). Además, el deterioro ambiental actual contribuye al calentamiento global y hace que sus efectos, de corto, mediano y largo plazo, se sientan con mayor intensidad.
El aumento en la intensidad y frecuencia de eventos climáticos adversos por efecto del cambio climático es uno de los principales desafíos de la agricultura en la región. Se estima que, en los países en desarrollo, el sector absorbe en promedio un 23% de los daños y las pérdidas por desastres de mediana y alta intensidad, y un 80% en episodios de sequía (FAO, 2018). • Las medidas de adaptación basadas en la naturaleza pueden aportar más de un tercio de la mitigación necesaria a 2030 para estabilizar el calentamiento global en menos de 2°C adicionales en relación con los niveles preindustriales (Griscom et al., 2017).
América Latina y el Caribe, en su conjunto, se ve afectada por el Fenómeno de Oscilación Sur El Niño, y además cuenta con ecorregiones particularmente expuestas y vulnerables a eventos climáticos, como los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo (PEID) del Caribe, el Corredor Seco Centroamericano, el Gran Chaco, y las regiones altoandinas, entre otras.
En esa línea, el último Índice de Riesgo Climático Global de Germanwatch ubicó a Puerto Rico (1), Haití (3) y Dominica (10) dentro de los diez países del mundo más afectados por eventos climáticos extremos entre 1999 y 2018 (Germanwatch, 2020). El caso de estos países y del resto de los PEID del Caribe resulta especialmente delicado, ya que su tamaño físico y económico limita su capacidad de soportar pérdidas y dificulta una recuperación sin asistencia externa10. • La aplicación en finca de prácticas de gestión de riesgo es una estrategia provechosa en cualquier escenario, tanto ante la ocurrencia como ante la ausencia de desastres. Estas prácticas logran en promedio un beneficio 2,2 veces mayor en relación con las previamente utilizadas por los productores, y una relación costo-beneficio de 3,7 veces, sube a 4,5 veces en caso de no ocurrencia de desastre (FAO, 2019c).
Con todo, los efectos progresivos del cambio climático en los regímenes de temperatura y precipitación significarán un cambio de aptitud agroecológica de los territorios para los cultivos. En Centroamérica, se prevé una baja en el rendimiento de las siembras del maíz, del frijol y del arroz, de hasta un 35%, 43% y 50%, respectivamente, hacia fines de este siglo (CAC y CEPAL, 2013). En ciertas áreas del Cono Sur, en tanto, se calcula que la producción de secano se reducirá por el aumento del estrés hídrico estacional (Jarvis et al., 2019), por ejemplo, en Argentina para 2050 se esperan caídas de rendimientos en los cultivos de secano de maíz y trigo de aproximadamente 11% y 8% respectivamente (Prager et al., 2020).
Estos cambios impactarán, además, las capacidades de los ecosistemas de amortiguar eventos climáticos adversos, patrones de aparición y diseminación de plagas y enfermedades transfronterizas. La crisis de la roya del café en Centroamérica es un ejemplo de lo anterior. Durante la temporada 2012/2013, se generó una disminución cercana al 21% en las cosechas (Piñeiro, Morley y Elverdin, 2015), afectando no sólo a los productores, sino también el empleo de quienes trabajan por jornada. • Por cada dólar invertido en acción temprana en el sector agrícola, frente a un pronóstico climático adverso, se generan beneficios adicionales para las familias de entre 2,50 y 7,10 dólares en pérdidas y daños evitados (FAO, 2019c).
Los PEID del Caribe y múltiples zonas costeras continentales deberán enfrentar, adicionalmente, las consecuencias del aumento del nivel mar, la intrusión salina (FAO e ITPS, 2015), la acidificación de los océanos, el aumento del blanqueamiento de corales, y una consecuente baja en la producción pesquera.
El cambio climático afecta de manera más dramática a las personas y comunidades que viven en condiciones de pobreza y vulnerabilidad, ya que su capacidad de recuperación tras eventos climáticos adversos es muy baja, así como también sus posibilidades de anticipación y de adaptación de sus medios de vida.
Asimismo, la recurrencia de los desastres se traduce en un aumento de la pobreza, una mayor migración forzada11 y, desde un punto de vista general, supone una amenaza sustancial para la seguridad alimentaria y nutricional (SAN) de la región. De hecho, se calcula que para el año 2050 el cambio climático habrá superado a la malnutrición como principal causa de la pérdida de salud en el mundo. Esto podría llegar a costar hasta un 10% del PIB en algunos países, y podría revertir los avances logrados en esta área en las últimas décadas (Swinburn et al., 2019).
Aunque la crisis ligada a la pandemia por el COVID-19 no haya acabado aún, las consecuencias ya visibles son un recordatorio dramático de la vulnerabilidad de nuestros sistemas de desarrollo actuales y, en particular, de la precaria situación de los más desfavorecidos, entre los que se encuentran la gran mayoría de los agricultores de la región. En este sentido, resulta más urgente que nunca trabajar en resolver las causas de su vulnerabilidad con una mirada sistémica, ya que sólo así podrán reducir su riesgo y protegerse ante las consecuencias del cambio climático, como también de toda la gama de amenazas que los debilita y que pone en riesgo la seguridad alimentaria del planeta.